Las corridas de toros, uno de los pocos arraigos culturales que directamente nos comunican con nuestro acervo instintivo, corre peligro
Por: Ricardo López Solano (Especial para Rvista Zetta).-
» Creo, por mi experiencia y mis observaciones, que los que se identifican con los animales, los amigos profesionales de los perros y de otros animales, son capaces de mayor crueldad con los seres humanos que quienes no se identifican espontáneamente con los animales».
Ernest Hemingway
Muerte en la Tarde-Capitulo 1
La fiesta brava en Colombia está pasando el peor momento de su historia a raíz de la demanda que en su contra se encuentra en revisión en La Corte Suprema de Justicia. Y como si la implicación de esta demanda en lo concerniente al futuro de las corridas de toros en nuestro país fuera poco, todo se ha agravado a raíz de la protesta violenta de los antitaurinos que se dieron el domingo 22 de enero con la reapertura de la plaza de toros La Santa María, que fue cerrada por casi cinco años por el capricho del entonces Alcalde Mayor de Bogotá, Gustavo Petro.
La felicidad de los taurinos que colmaron las graderías de la plaza de toros, unas once mil personas, fue indescriptible. La plaza vibró desde sus cimientos desde el momento mismo en que sonaron los acordes del himno nacional, cuya letra, al unísono, entonaron los asistentes a este magno evento. De ahí en adelante todo fue aplausos y oles acompañados de los pasos dobles como tributo a la labor de los toreros en el ruedo.
Pero este ambiente de paz, concordia y fraternidad, fue empañado por una turba violenta de antitaurinos, ideas respetables, pero no así la violencia, quienes arremetieron contra los aficionados que pacíficamente, y llenos de gozo, por lo acontecido en el ruedo, salían de la plaza.
Pero, ¿a qué se deberá este comportamiento irracional de un grupo de personas cultas contra seres humanos que no les están haciendo daño alguno, y que, además, su quehacer se encuentra amparado por la ley?
Más que todo, esa es mi opinión, esta explicación debemos buscarla en la psicología evolutiva de nuestro cerebro.
Los humanos contamos con tres cerebros, y no uno, como siempre se había pensado, cerebro triuno, llamado así por quien hizo este planteamiento, el neuocientífico evolucionista norteamericano, Paul MacLean (1.913-2.007), quien fuera director del laboratorio de evolución cerebral y conducta del Instituto Nacional de Salud Pública de EEUU.
MacLean, designó a estos cerebros como cerebro reptil (sistema reptil), el más antiguo, unos 500 millones de años. Sus reacciones son instintivas, de supervivencia pura. Y entre otras funciones neurales básicas vitales alberga los mecanismos de reproducción y autoconservación, aspectos que regulan el ritmo cardiaco, la circulación sanguínea, la respiración, el control muscular y el equilibrio. Además, el cerebro reptil es principalmente reactivo a estímulos directos, luchar o huir. Con el cerebro reptil, solo se vive en el presente. El pasado y el futuro y los sentimientos y el raciocinio no hacen parte del complejo reptiloide, y los conflictos, como tal, son inexistentes.
El segundo cerebro, es el emocional (sistema límbico), tendrá 200 millones de años. Este cerebro se encuentra relacionado con la memoria, con el aprendizaje, con nuestros recuerdos, con la atención, con la personalidad, con los rasgos altruistas y religiosos, con la conducta, con los instintitos sexuales (reforzando al reptil en este aspecto) y las emociones: el placer, el miedo, la agresividad, el amor, el odio y el cuidado de la prole, entre otros. Con el cerebro emocional se vive en el pasado o en el presente, y como lo que prima es la inmediatez, el corto, el mediano y el largo plazo carecen de sentido. Y a su expensa, un segundo conflicto sale a flote, sea el caso: abandono a mi prole a su suerte (cerebro reptil) o la defiendo arriesgando mi vida (cerebro emocional).
Y el tercero, el cerebro racional, que es el más reciente en evolucionar, tendrá 90 millones de años. Este cerebro es el responsable del pensamiento avanzado, del habla y de la escritura, y es el que, por su configuración de punta, hace posible el pensamiento lógico y formal, y, además, es el que nos permite mirar hacia adelante, planear el futuro (el corto, el mediano y el largo plazo), pudiendo, con base en ello, efectuar un balance de pérdidas y de ganancias a fin de determinar si los pasos a seguir, valdría la pena llevarlos a cabo o no. Con el cerebro racional se puede vivir en el pasado, en el presente y visualizar el futuro. Y con su establecimiento, un tercer conflicto se materializa, sea el caso: lo hago pedazos (reptil), lo ofendo (emocional) o busco otra opción que beneficie a las partes (racional).
En resumidas cuentas, el cerebro triuno es una especie de tres computadores interconectados en los que cada uno a su manera intenta tomar el mando de las acciones. Razón, por la cual, debemos esforzarnos con el cerebro racional a fin poder controlar, en lo posible, las reacciones independientes del cerebro emocional, y en especial, al reptil, que cuando de supervivencia se trata, toma las riendas de manera automática o dictatorial, sin que, para el caso, por lo menos en su manifestación inmediata, podamos hacer algo para direccionarlo.
La toma de control de estos dos cerebros por parte del cerebro racional, no es tarea nada fácil, y con la excepción antes planteada del reptil, con suma antelación debemos preparar al cerebro evolutivamente más reciente, para que tome las riendas, incluido todo el conocimiento, contrastado, que al respecto podamos atesorar, amén del riguroso entrenamiento que en este sentido podamos implementar.
Sócrates, vale la pena traerlo a colación, compara el alma humana con un carro tirado por dos caballos uno blanco y uno negro, que empujan en distintas direcciones y al que el auriga apenas acierta a dominar. La metáfora del carro y el auriga, dice Carl Sagan (1.934-1.996) en su libro, «Los dragones del edén», capítulo 3, premio Pulitzer 1978, se asemeja notablemente a la noción de armazón neural, cerebro triuno, propuesta por MacLean. Los dos caballos representan al cerebro reptil y al cerebro emocional, mientras que el auriga que apenas puede controlar la sacudida del carro y el galope de los caballos equivale al cerebro racional.
Interesante la reflexión que nos trae Sagan para el propósito de este ensayo, y de la cual planteo la siguiente pregunta:
¿Cuáles de los tres cerebros creen ustedes que permanecen más activos entre los antitaurinos antes sus arremetidas contra los taurinos, y en especial, en lo referente a la protesta violenta ocurrida en Bogotá el 22 de enero?
Por supuesto, no cabe la menor duda, que el cerebro emocional es el que prima entre los antitaurinos, y el que, a su vez, fue el que direccionó, sin medir las potenciales consecuencias de sus actos (incluido los insultos-asesinos, torturadores-circo romano-, las ofensas, las injurias, las calumnias, las amenazas, tratar de imponer, al mejor estilo del nazismo, sus puntos de vista, entre otros), al cerebro reptil a entrar en acción para agredir a los taurinos que de manera pacífica evacuaban la plaza de toros La Santa María.
El cerebro reptil, que de acuerdo a nuestras creencias religiosas, opino yo, seria la materialización del demonio, fue, en este caso, el que llevó a cabo las acciones antes referidas, empujado o tentado, otra alusión espiritual, por nuestro cerebro emocional que o bien nos podría inducir a que realicemos acciones reprochables o el de que optemos por un proceder noble.
Las auto recriminaciones, ejecutados los hechos lamentables, afloraran una vez activado el cerebro racional, ¿Por qué hice esto o aquello? ¿el que llevó a cabo esta acción no era yo? Y es que en mis cabales no actuaría así jamás, y otra cantidad de interrogantes perturbadores. Pero lo que en verdad ocurrió, es que, en el desarrollo de los acontecimientos, el cerebro racional se encontraba desactivado.
¿Y en qué otra forma suele manifestarse el cerebro emocional entre los antitaurinos?
De muchas formas. Por lo de la inmediatez y por lo de la perdida de sentido del corto, mediano y largo plazo, se puede entender con facilidad por qué los antitaurinos quieren de un solo plumazo abolir las corridas de toros, importándoles en su apresuramiento, los 400 años de tradición de las corridas de toros, en los que a partir de los descendientes ancestrales del bos primigenius, ya extinto, los ganaderos de lidia españoles crearon, por selección artificial, al animal más hermoso sobre la tierra, un animal cuya bravura, cuando se trata de un toro verdaderamente bravo, se convierte en ser extraterrestre, que termina no temiéndolo a nada a nada ni a nadie. Y si no es para combatir ¿Para qué más podría servir el toro de lidia o el gallo de pelea? … ¿Para el matadero?, ¡qué pena!
Igualmente, por lo de la inmediatez, tampoco se les da por preguntarse por qué razón tantos y tantos genios de la literatura, de la poesía, de la música, de las artes plásticas y del cine, entre otras tantas actividades de alto nivel intelectual, le han dedicado buena parte de su obra y de su vida a los toros. Por supuesto, este arraigo en lo cultural, no les importa para nada a estos amigos profesionales de los animales.
Y debido también a esa inmediatez, tampoco admiten las conclusiones científicas a las que llegó el director del Departamento de Fisiología Animal de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid, Juan Carlos Illera del Portal, quien con su equipo de trabajo analizó la respuesta hormonal de 180 toros y 120 novillos en la plaza de Las Ventas de Madrid, descubriendo que durante la lidia el toro libera 10 veces más betaendorfinas, conocidas como hormonas del placer, que un ser humano, y siete veces más que durante el transporte. La betaendorfinas, explica Illera, bloquea los receptores del dolor hasta que llega un momento en que el dolor y el placer se equiparan y el sufrimiento puede llegar a ser casi nulo. Lo que quiere decir es que el toro bravo tiene un mecanismo especial para llegar a controlar su dolor. Cierto que lo siente, pero no es lo mismo un organismo que puede controlarlo y contrarrestarlo, hasta casi no sentir sufrimiento, que otro que no puede poner en funcionamiento este mecanismo.
Similar mecanismo es el que se activa en las personas que se suspenden y balancean con ganchos por la espalda y los muslos. Para el caso, una vez que estas personas quedan suspendidas en el aire, las endorfinas, dopamina, adrenalina y otras hormonas más que nuestro cerebro segrega, una vez contrarrestado el dolor súbito instantáneo, y según lo que cuentan los mismos implicados, experimentan sensaciones de desdoblamiento: “Nunca me he trabado, pero si está es la sensación, es del putas. Es como tener un buen viaje, pero sin sustancias alucinógenas”, comentaba unos de las personas que han vivido esta descabellada experiencia. Y eso que solo producimos el 10% de endorfinas en comparación con las betaendorfinas que segrega el toro de lidia en el ruedo.
Y si no aceptan las conclusiones del doctor Illera, mucho menos aceptaran las conclusiones a las que llegó en su experimentación con felinos durante la caza, el etólogo alemán Paul Leyhausen, conclusiones que recogió en su libro, “Biología del Comportamiento -Raíces instintivas de la agresión el miedo y la libertad-”. Leyhausen explica en su libro, que matar la presa es un fin en sí mismo, independiente de que a los felinos pueda servirles o no de alimento. Y esto es así, porque cazar es una tarea demasiado dispendiosa y de la que se requiere de mucha paciencia. Y por supuesto, este descubrimiento igualmente aplica para el caso de los humanos, que somos cazadores por excelencia. De ahí que en la pesca y en la caza deportiva el disfrute se centre, antes que comerla, en matar la presa
De mi parte la muerte del toro en el ruedo es un símil genuino de la muerte de la presa por la subsistencia, un instinto arraigado a nuestros genes que empezó a gestarse hace unos 500 millones de años, cuando en forma de peces primitivos deambulábamos en busca de sustento por los mares del cámbrico. Por el contrario, nuestra cultura, de la cual tanto nos vanagloriamos, y de la que tanto se vanaglorian los antitaurinos tildándonos de salvajes, entre otros calificativos (cerebro emocional), tan solo cuenta, como mucho, con unos diez mil años de formación. Un lapso de tiempo demasiado corto, como para hacerle la más mínima mella, a excepción de confundirlo, a un instinto tan profundamente arraigado en la naturaleza humana y del que ha dependido más que nada nuestra subsistencia.
Reprimir un instinto en forma ciega, no es lo más saludable psicológicamente hablando. El instinto siempre buscará una salida. Y es ahí donde está el riesgo que debemos evitar a toda costa, ya que las salidas de emergencias pueden dejarnos grandes sinsabores. Reprimir el instinto de matar la presa, por ejemplo, en razón a prejuicios de tipo cultural, religioso, filosófico o porque está de moda, es lo más equívoco y peligroso que se pueda dar. Para el caso, lo único que podríamos conseguir es invertir el objetivo, mientras el instinto reprimido seguirá su marcha como si nada. Los que se oponen a la muerte del toro en el ruedo, automáticamente apuntan por la muerte del torero. De ahí lo de exaltar y homenajear, por parte de los antitaurinos, a los toros que les han dado muerte a los toreros. Cuando los taurinos lloramos a nuestros pares (los toreros) cuando mueren en el ruedo, los antitaurinos festejan cuando sus pares (toros) matan a los toreros. La inversión del instinto.
Para que esta inversión de los pares no se materialice, debe entrar en acción el cerebro racional, ya entrenado, para evaluar este sentimiento anómalo, que en automático nos embarga a fin de buscar argumentos convalidados para su defensa, ya no de los pares, volveríamos a ser humanos, sino de un animal en especial que queramos a toda costa proteger. Tarea nada fácil, por supuesto, pero que debemos iniciar.
En estos tiempos en que las mayorías de las especies están en peligro de extinción, y ante lo cual satisfacer el instinto de cazar o matar la presa acabaría en poco tiempo con todas las especies existentes, ver la muerte del toro bravo en el ruedo sería la forma más saludable de darle curso natural a un instinto muy nuestro, que en circunstancias de represión podría generar desviaciones de tipo sádico a las cuales nos estamos acostumbrando sin que nos percatemos de ello. Y un consejo clave, la muerte del toro hay que verla con ese éxtasis y sobrecogimiento religioso con que la ve un niño que no ha sido corrompido todavía por perjuicios éticos, morales y culturales de ningún tipo. Es un error y craso, que a los niños se les prohíba asistir a las corridas de toros. Por el contrario, en aras de su salud mental y a fin de evitar desviaciones futuras de este instinto, debemos estimular su asistencia a las plazas de toros desde temprana edad.
En consecuencia, solo le pido a La Corte Suprema Justicia que no se deje guiar por el cerebro emocional para dar un fallo de tanta transcendencia, y que para el análisis de la demanda que cursa en sus manos, activen para ello, al cerebro racional, para que, en el caso que nos atañe, no vayan a tomar una decisión desafortunada.