Por Danilo Contreras (Especial para Revista Zetta).- Antes de que la ceguera descendiera a sus ojos como un lento e inexorable crepúsculo esperado, Borges solía frecuentar el cinematógrafo, según le escuché decir en algún lado. Prefería la épica que el Western y las películas de gangsters le prodigaban. Predicaba que ese género (la épica) es precursor de la literatura, según lo dejó atestiguado ese otro invidente, Homero.
Hollywood ha persistido, no sin tropiezos, en la épica. La veneración de los héroes es, quizás, una de las fatalidades de la humanidad. No escapo de ese culto que muy probablemente es un atavismo de la oscura noche de los tiempos en que llanamente nos entregábamos a la superstición pues prescindíamos con resignación del pensamiento crítico. Enajenábamos nuestro destino a los héroes; ellos se encargarían.
Los héroes facilitan de algún modo la existencia. Aguardamos por ellos para que nos defiendan de todo mal, o para que nos salven cuando estamos a punto de sucumbir. Hay quienes anhelan ser como ellos, lo cual no deja de ser una mera vanidad, si lo pensamos bien.
Los actores de cine adolecen de una extraña condición doble: Encarnan héroes y ellos mismos terminan siéndolo.
Escasamente transitaba de la niñez a una ávida pubertad cuando me deslumbré con “Taxi driver” interpretado por De Niro. Mi menesterosa memoria guarda, borrosa, una escena en la cual Travis Bickle, el taxista, escribía en una pared de su caótica habitación la siguiente frase que tomé para mí: “Un día de estos organizaré mi vida”.
El 27, en medio de los agitados días de este memorable noviembre, suspendí el tiempo por tres horas y media para contemplar el retorno de De Niro, en compañía de Scorsese, Pacino y Pesci, interpretando una nueva epopeya de mafiosos.
No me defraudaron. Pese a que parece forzado verter agilidad de movimientos a la interpretación que hacen septuagenarios como los protagonistas, ese pasó a ser un detalle menor disipado por la fuerza de una trama apasionante. Los gestos, que prescinden de las palabras pero que expresan más que aquellas, con los que “Russ Bufallino” (interpretado por Joe Pesci) ordenaba a su esbirro Frank Sheeran (De Niro) la muerte de algún enemigo; la exuberante encarnación que Pacino hace del “influyente” sindicalista Jimmy Hoffa, o aquella Peggy Sheeran (interpretada por Anne Paquin) cuyas miradas de censura solo podría asimilar al Catón que combatió al Cesar. La música que nos va ubicando en tránsito que va de los años cincuenta hasta el pasado reciente. Detalles como el leve quejido de Hoffa cayendo incontenible; la confesión que no fluye pese a la turbulencia de los pecados de El Irlandés; o la sutil pero irrevocable sentencia de muerte: “Así son las cosas”. En fin, todos los trazos de eso que llaman un clásico del cine.
Viéndolos actuar imagino a dinosaurios legendarios, desplegados en una pradera americana, esplendorosos, bajo la luz sepia de su último atardecer.