Pasó la tarde del 8 de octubre en los Cerros Orientales de Bogotá. Mientras inspeccionaba con otros policías un lugar donde antes había sido asesinado un ciudadano después de ser atracado, el subteniente Juan Pablo Vallejo, hermano de mi amigo y compañero de bancada Gabriel Vallejo, representante de los risaraldenses en el Congreso, murió en la flor de su vida, 24 años, por un disparo en la cabeza que le propinó uno de los criminales que él y los otros agentes perseguían. El presunto asesino quedó en libertad porque el juez del caso concluyó que su captura había sido ilegal porque hubo abuso policial al violar los derechos fundamentales, cuando el prontuario criminal comprende tentativa de homicidio, delitos sexuales, fuga de presos y porte ilegal de armas. Y uno se pregunta si no era más importante cuidar los derechos fundamentales del resto de la sociedad que los del presunto asesino.
Era mitad de mayo de 2019. El abogado Fernando Amaya sintió un ruido en la cocina de su casa, exploró lo que ocurría, observó un vidrio roto y vio al ladrón. Ante el natural miedo, recurrió a lo que tenía a mano para proteger su vida, su integridad y sus bienes: hirió al delincuente usando un revólver de su padre. Hoy, casi dos años y medio después, el jurista, un adulto mayor, corre el riesgo de pasar nueve años en la cárcel; su crimen: utilizar un arma que no estaba autorizado a portar. Y entretanto, cuando el asaltante anda suelto, uno se pregunta si el doctor Amaya estaría vivo si no se hubiese defendido del ratero.
También esta semana. Mario Arboleda Salazar, privado de su libertad por el Frente 30 de las FARC en junio de 1996 cuando se desplazaba de Cali a Buenaventura, fue invitado por la espuria Jurisdicción Especial para la Paz a participar en la capital del Valle del Cauca en una audiencia con otras víctimas de secuestro. El punto es que mientras al señor Arboleda, localizado en la zona cafetera, la JEP le ofreció sesenta mil pesos para atender la diligencia, los victimarios de FARC, según la víctima, recibieron pasajes aéreos, fueron hospedados en hoteles y cuidados en carros blindados y por escoltas. Y uno se pregunta si la justicia no debería concentrarse en el débil.
Y sucede desde hace varios años. Mientras el que ha entregado su vida a Colombia y nunca ha sido condenado de delito alguno tiene que soportar calumnias e injurias diarias y enfrentar un proceso construido con infamias, criminales de lesa humanidad confesos dan cátedras de moral y exintegrantes de grupos terroristas gozan de la impunidad, acceden al servicio público y tienen todas las ventajas de la democracia para aspirar a dirigir la nación. Y uno se pregunta dónde quedan la presunción de inocencia, los derechos a la reputación y al buen nombre y a recibir información veraz e imparcial y la igualdad ante la ley.
Son cinco historias distintas, pero es una sola injusticia, la de un sistema de administración de justicia que necesita recuperar su credibilidad. Podría narrar más casos que pasan a diario, como los de delincuentes que roban celulares o carteras o los infiltrados en marchas que destruyen bienes públicos y privados y quedan libres, mientras sus víctimas nada pueden hacer porque pueden terminar empapeladas. Tenemos un sistema que ha descuidado la vida y ha terminado anulando la libertad, premiando al delincuente y castigando al ciudadano; un sistema que, hace varios lustros, perdió de vista una cuestión elemental que cualquier persona, sin necesidad de ser abogado, puede comprender: una cosa es usar la violencia para agredir, otra es valerse de la fuerza para defenderse de una agresión y salvar un bien valioso.
A la injusticia palpable, como la ilustrada por las historias anteriores, se suma la inseguridad jurídica, que obstruye la certeza y la claridad a que tienen derecho los ciudadanos sobre las reglas de juego de la vida en sociedad; también la incertidumbre e indefinición por el choque de trenes entre las cinco cortes que se contradicen, se desafían y se disputan la competencia sobre litigios. Y a la zozobra jurídica se añaden la eternidad de los procesos judiciales, de hasta seis instancias (primera, apelación, revisión o casación, tutela, apelación de la tutela, revisión de la tutela), y la escasez de funcionarios judiciales en algunos lugares.
Necesitamos una administración de justicia pronta, eficaz, cercana al ciudadano, predecible, alejada de los trámites innecesarios, accesible y asequible para todos y, lo más importante, justa. No más injusticia.
Encima. La rabia y el resentimiento no son expresiones de humanismo sino causas del odio de clases y de expropiaciones basadas en argumentos subjetivos. Hay que saber muy poco del campo colombiano para despreciar tanto a quienes lo hacen productivo. Ojalá tuviéramos más finqueros dispuestos a trabajarlo, a generar empleo y llevar progreso. Hoy sí que es difícil.