Últimamente se ha vuelto frecuente que muchas personas pasen raudas de ser imperceptibles a non gratas, pero el más vertiginoso en recientes días ha sido el vicealmirante Pablo Emilio Romero, director de la Dimar.
Conocido en los rancios círculos navales, el émulo de Padilla vino a comunicarnos su existencia de manera desangelada, al regañarnos por usar taparrabo y no tener vergüenza ni para tener una marina digna para recibir al lujoso yate de don Dennis Washington, que viene a Cartagena con la misma frecuencia que el cometa Halley.
Lo dicho por el recontralmirante es digno es una placa para reemplazar la que puso Dionisio en homenaje a los piratas ingleses que no pudieron con el tuerto, manco y cojo Blas de Lezo.
Dijo el señor Romero a El Universal que “Es vergonzoso que teniendo costas en dos océanos, seamos en el Caribe uno de los países más rezagados en el tema de las marinas…” (Conste que lo dice alguien que ha estado tres décadas en la Armada, la fuerza encargada de los ríos, mares, playas y licencias de concesión marina de la patria).
Pero lo más desconcertante es cuando dice, en claro vainazo al alcalde Manolo Duque, que “…no podemos estar obrando en un tema tan importante con base en consideraciones personales, como se expresan algunos en muchas ocasiones de manera irresponsable”.
Es evidente que tan noble título, el de irresponsable, cuadra con el señor Romero, pues darle licencia a un cúmulo de marinas es un despropósito infame con la ciudad en general, y con los vecinos de Manga, Getsemaní, Bocagrande, Castillogrande y El Laguito en particular.
Como lo dice con sensatez el alcalde Manolo, “Cartagena necesita un plan maestro de marinas que dé solución al tema en la ciudad, no podemos a conceder permisos de estos establecimientos por caprichos de unas elites”. ¡Antojos de los ricos!
Trazar un plan, verificar que sean más los beneficios que los traumatismos, consultar con la ciudadanía afectada es lo más saludable, y no el berrido castrense para imponernos su órdenes de cuartel, menos en una ciudad acostumbrada a tener temporada de gigantescos cruceros, más tablúos que el lujoso yate Atessa IV.
Pensar en Barú o Tierrabomba será más progresista que condenar a unos vecinos a mudarse, desplazarse o gentrificarse, o soportar “cayetanos” el inclemente movimiento logístico de dichas marinas.
Si se piensa en quiénes son los directos beneficiados con una marina, la respuesta solo apunta a los riquitos, sean chibchombianos o extranjeros, pues eso de tener un yate resulta demasiado costoso, no solo por el precio de compra sino por el mantenimiento, la tripulación, el parqueo, la frecuencia radial y el combustible, entre otros detalles.
Para tener una aproximación a nuestro bolsillo, pensemos en esto: El valor del pasaje de una chalupa de Gamarra a Cerro de Burgos es de $24 mil pesos; de Magangué a Bodega es de $15 mil, y de una lancha de Cartagena a las Islas del Rosario no baja de $50 mil, dependiendo del operario, lo que habla a las claras de lo costoso que es el transporte acuático, una de las razones para que no tengamos acuabús en Cartagena.
Es entendible que las élites de los yates se preocupen cuando el alcalde Manolo les embolata su exclusivo club, pero asusta que sea el jefe de la Dimar el que saque el sable y lo apunte contra la ciudad, cual Edward Vernon, el de la placa de Dionisio.