Por Carlos Féliz Monsalve (Especial para Revista Zetta).- No creo necesario ahondar en identificar al ser humano que, con profundo respeto y admiración, es el protagonista principal de estas líneas que me permito trazar, para enaltecer su verdadera esencia de líder social. Y es que lo reafirmo, no es necesario identificar a Luis “Lucho” Torres, porque la historia que con humildad nos legó, o más bien, no sigue legando, desborda cualquier regla literaria que se deba seguir.
Como colombianos, conocemos los crudos sucesos que durante décadas golpearon a nuestro país. Nuestro Departamento también padeció en carne propia los estragos de una guerra infundada; una guerra que sacudió la tranquilidad de nuestras comunidades y que las despojó en muchos casos de los más preciado, el terruño que llamaban hogar.
Esto fue lo que tuvieron que vivir los habitantes de El Salado, de donde es oriundo nuestro protagonista, y donde empezó a escribir su historia hace más de 60 años. Este corregimiento ubicado en la rica región de los Montes de María, el 18 de febrero del año 2000, tuvo que presenciar como la barbarie de épocas oscuras, perturbaba la tranquilidad de un pueblo con la muerte de un centenar de personas en plaza pública; profanando la alegría cotidiana e inscribiéndose a la fuerza en su historia.
Lucho, al igual que sus coterráneos, por respeto a su vida, y después de tan censurables actos, decidió marcharse de la que fue su cuna, pero con la entrañable convicción de un día regresar, y a sabiendas, que de su mano y la de un puñado de amigos, retornaría algún día a repoblar su hogar.
Precisamente, esta convicción es la primera característica de un líder, pues, es su espíritu impetuoso el que habla en cada acto que labra, sin que su mano tiemble; seguro de conseguir sus consignas dando el primer paso, pero sin esperar nada más que el apoyo de quienes confían en su voluntad para trasegar.
Y es que el liderazgo va ligado con la acción, coherencia y trabajo en equipo, cualidades todas reunidas en Lucho, quien después de deambular por poco más de un año en la ciudad de Cartagena, luego de la hecatombe, decidió que era el momento de retornar a su pueblo natal. Para ello, compartió su creencia de volver a reconstruir a El Salado con familiares y amigos, quienes en una travesía casi de odisea, con la fuerza del hacha y machete, despejaron la maleza que consumía las ruinas de la guerra. Este acto de reconciliación y resiliencia social, fue estocado por nuestro protagonista, cuando clavó una bandera blanca en la entrada del pueblo, entregando un poco de valor emocional, a quienes desfallecían por no reconocer las calles de lo que era su comunidad.
Pero como si se tratase de una historia ensañada, las condiciones no eran las mejores, y personas como Lucho, con su valentía y respetabilidad, desencajaban para los planes de los insubordinados (sin garantías estatales para su protección), que todavía asediaban esa región. Y nuevamente, este líder, que consiguió el retorno de los saladeros con su ejemplo de superación, tuvo que ceder unos milímetros en su empresa y regresar a la selva de cemento, donde “no se aprende a cultivar”, conforme a sus propias palabras.
Aun lejos de su tierra, su liderazgo seguía vivo y, con sus actos y voz, alentaba a sus compañeros de faena a seguir en la reconstrucción de su pueblo, porque si bien ya estaba repoblado, tenían que trabajar para borrar, o por lo menos, guardar en un rincón de sus recuerdos, el terror que se sembró en ese fatídico día de febrero. No obstante, hasta las puertas de su residencia en la capital de Bolívar, seguían llegando amenazas que atentaban contra su integridad física y las de sus seres queridos, por lo que, en un acto de gran admiración y dolor por lo que significó, tuvo que partir de su suelo a tierras foráneas (España), para que sus derechos fueran salvaguardados.
Esta decisión refleja la humildad con la que obra Lucho, pues muy a pesar de que por su aliento y optimismo (rasgos propios de un líder) se logró el retorno a El Salado, para el inicio de su reconstrucción; su ideario no trastornó su esencia de protección, razón por la cual, prefirió resguardarse, para seguir generando esperanza con su vida a los hijos del Retorno.
Lucho, como la ceniza de un ave fénix, resurgió de la adversidad y exilio, para recobrar la grandeza de su amado pueblo, ya que, si bien muchos proyectos del Estado se habían adelantado para la reparación de las víctimas del conflicto en su forzada ausencia, todavía existen muchas brechas por cubrir. La característica de esta población incrustada en los Montes de María, era su cultura, ligada a la buena música y al trabajo en el campo, donde en alguna época el ruido de los camiones que transportaban el mejor tabaco de Bolívar, dejaban un aire de progreso.
Esos son los recuerdos que todavía siguen vivos en el corazón de Lucho, y que lo impulsan a seguir liderando su próvida labor social. Liderazgo inmaculado y envidiable, dado que el mismo no nació por las ganas de dejar marcado su nombre en la historia, sino por el amor inefable a su tierra.
Ese liderazgo espero que nunca sea silenciado, pues el eco que genera solo contribuye a una verdadera transformación social, tanto para los saladeros, como para los que encontramos en Lucho, un ejemplo de superación y bastión en demasía para afrontar la vida con cojones, respeto y determinación. Por todo esto, creo que el liderazgo no puede ser catalogado como una aptitud de un individuo, sino como una virtud, pues, desatender tus propios requerimientos para trabajar por el colectivo, es muestra fehaciente que sin la unión con nuestros semejantes, la dureza de la adversidad hace frente sin que podamos librarla.
Gracias por engrandecer la historia de nuestro Departamento. Seguir el camino pisado por ti e imitar tu liderazgo, es de hombre prudente, pues si no se logra conseguir tu grandeza, al menos se recibirá algo de ella.
CARLOS FELIZ MONSALVE