Por Danilo Contreras (Especial para Revista Zetta).- El viejo Arthur Schopenhauer decía que la reflexión racional era incompatible con el optimismo, bastaba con echar un vistazo a la áspera realidad para concluir lo anterior. Por eso se le conoce como el filósofo del pesimismo.
Algo de ese espíritu alcanza a muchos conciudadanos por estos días y me incluyo; es entendible.
Somos testigos de la manera como se destruye un acuerdo de paz. Las noticias son la evidencia para quienes tenemos el privilegio de ver la guerra desde la comodidad del televisor de nuestros hogares. Otros, en los territorios de la violencia, son las victimas materiales del conflicto reavivado. Es como ver a un grupo de obreros (me excusan los obreros por el símil) uniformados con una idea de odio, entrando a “mona” y martillo a derribar, minuciosamente, un edificio.
Lo anunció un sector radical del partido que gobierna y están cumpliendo con incesante rigor. Ya se ven los escombros de ese frágil edificio que es la paz y los cadáveres de esa acción, que una amplia masa de ciudadanos entiende como proeza, se multiplican. Las estadísticas de muerte y delitos propios de la guerra crecen, las disidencias aumentan y nacerán nuevos grupos irregulares que las combatan en los territorios. La guerra se prolongará por medio siglo más, pues muchos pedirán más violencia para terminar con la violencia, alimentando el conflicto y el miedo que perpetúa a una aristocracia belicista en el ejercicio del gobierno. Esto es claramente probable, entre otras razones, porque la verdad que puede surgir del proceso de paz, puede ser incómoda.
La estrategia de desprestigio contra las instituciones que apalancan la posibilidad de construir la paz, ya acusa sus resultados. A los defectos naturales de los organismos creados por humanos, se agregan los errores propios de toda entidad a la que se le ponen palos en la rueda. Insistirán en que ya lo habían pronosticado y que el tribunal de los “mamertos” es corrupto. No habrá prestigio profesional o trayectoria ética que se oponga a la ferocidad de los ataques de los ávidos del poder que les ofrece el odio, el miedo y la guerra perpetua.
Pero hay esperanza. Incluso el pesimismo de Schopenhauer no es “una condena a la derrota”. Aquel viejo huraño también creía en la felicidad como ausencia de dolor y en la alegría como el gozo de alcanzar lo que depende de nosotros.
Seguiremos caminando con los ojos abiertos al abismo de la conflagración, si como sociedad no nos proponemos construir claras mayorías proclives a cesar la guerra y a salir de esta pesadilla de odio y violencia. Hay que intentar que el Estado cumpla con lo que acuerda y con lo previsto en la Constitución para dar una oportunidad a la paz. Como la alegría, estos son objetivos a nuestro alcance.
Esa es la esperanza que debemos renovar día a día a efectos de que las nuevas generaciones, nuestros hijos y nietos puedan conocer otro tipo de nación.
Mientras tanto, no vamos bien cómo vamos, según mi prescindible opinión.