El afamado cantante Andrés Calamaro escribió este texto que publicó hace pocos días el diario ABC de España, titulado «El Reich Animalista» (https://www.abc.es/opinion/abci-reich-animalista-201604231907_noticia.html)
«La tauromaquia no es maltrato de animales, ni asesinato, ni tortura. La tauromaquia es compás, es valor y es respeto por el medio ambiente y por el toro. Es ecológica y sostiene una tradición ganadera ejemplar. Es cultura benigna, porque es la costumbre de las letras de Lorca, de la tinta china de Picasso, de los libros de Hemingway»
Es complicado entender por qué tanta gente odia (literalmente) a los aficionados taurinos, toreros, banderilleros y otras profesiones relacionadas con el mundo del toro. Yo no creo que responda a cuestiones humanitarias, porque un buen número de estos individuos se permiten pensamientos sanguinarios: odiar y -como quien no quiere la cosa- andar pregonando que aficionados y toreros merecemos todo tipo de castigo divino, incluso cierta clase de empalamiento horrible.
Supongo que no desean a los cocineros una muerte terrible, hervidos en agua caliente o calcinados sus cuerpos a la parrilla ni al calor de los fogones; y este no es un detalle menor, porque España y el mundo están sembrados de restaurantes donde se guardan refrigerados -para ser espléndidamente comidos- un importante número de restos de animales mamíferos y pescados. Sin embargo la gastronomía, que involucra permanentes escenas de matanza y descuartizamiento, está muy bien vista. El auge de su prestigio incluso deja en evidencia una cierta pereza (u holganza) intelectual interesante.
Habitamos en un mundo que da la espalda a la lectura en beneficio de la televisión. Un mundo que ignora la pintura y la escultura en favor de los deportes televisados o el consumo frívolo; que olvida la ópera y el teatro, pero vive absorto ante una pequeña pantalla portátil (entre otros muchos ejemplos diarios de lo que es la vida moderna). Es un mundo que fácilmente se entrega a una corrección política entre comillas y para haraganes; que puede permitirse el «factor desprecio», el odio inquisitorial, una tormenta de opiniones irresponsables y reaccionarias, de deseos imperdonables. También se permiten mirar a otro lado mientras el mundo se desangra en una desigualdad inestable, que mata de hambre en las guerras o en las paupérrimas barcas del exilio forzado: se permiten demasiado y, al mismo tiempo, demasiado poco.
Creo no equivocarme si considero que este fenómeno no es más que ignorancia desatada, incluso en ámbitos universitarios afines a la intolerante abolición. El Reich animalista se considera además a sí mismo el protagonista permanente de una buena acción solidaria, curiosamente humanista o rabiosamente animal. Sin embargo, desnuda un bestialismo intolerante, una profunda pereza intelectual y un peligroso desapego por la sensibilidad correcta, por la vida satisfactoria y la natural tolerancia que impone la convivencia. Exhibe un desorden de valores altamente temerario, o francamente ridículo.
Es frecuente invocar la excusa de la legalidad moral de la matanza alimentaria apelando a que «sirve para alimentarse». Servidor duda que las langostas (cocidas vivas en agua hervida), el caviar o el faisán -o mismamente los vacunos sacrificados- estén alimentando a un mundo hambriento. Desde hace siglos la mayoría se malalimenta con productos no cárnicos, digamos arroz acompañado por ocasionales pedacitos de pescado, chorizo o una carne barata. Proteínas, las justas. La justificación alimenticia de la masacre de las carnes ofende a la razón. En Argentina la ingesta de carne es un ritual de amistad, celebración familiar y festín para el paladar; no se trata de alimentarse ni paliar el hambre. Otra mala broma de las juventudes animalistas adoctrinadas en Facebook: una familia media malamente puede pagar un asado (barbacoa fetén) por mes, la carne es un lujo. Descartemos esta lobotomía portátil que justifica la escabechina que pone en funcionamiento la industria cárnica y marítima. Los restaurantes de tres estrellas Michelin parecen no importar un pepino a los muy humanitarios enemigos sanguinarios de las corridas de toros. Creo que estos detractores de los toros, tan llenos de razones como de equivocaciones, responden a una pereza intelectual aguda, agresiva y terminal: no leen libros (aunque existe el caso de universitarios ensoberbecidos de lecturas académicas que nunca se equivocan). Mayormente, mis justicieros viven embutidos en sus teléfonos galácticos y difícilmente leen a diario el periódico -o periódicamente el diario- para formarse una conciencia mínimamente aceptable; y no es que me crea a rajatabla todo lo que leo, más bien se trata de entrenamientos de gimnasia mental para poder opinar con algún fundamento, incluso leyendo entre líneas editoriales.
La tauromaquia no es maltrato de animales, ni asesinato, ni tortura. La tauromaquia es compás, es valor y es respeto por el medio ambiente y por el toro. Es ecológica y sostiene una tradición ganadera ejemplar. Es cultura benigna, porque es la costumbre de las letras de Lorca, de la tinta china de Picasso, de los libros de Hemingway, del texto imperdible de José Bergamín, de la historia contada por Belmonte y Chávez Nogales; es la tauromaquia de Dalí y de aquellos que aman al toro en la plaza, embistiendo con peligro en cada galope. Es arte que ofrece la vida. Es música, color y valor.
Valores, buenas tradiciones. Es pueblo y campo, es ciudad y es algarabía, es encierros y novilladas, es ilusión de niños toreros. Da sentido a la vida de los aficionados y a la vida del toro, el más amado de los animales (con permiso de las mascotas que esperan castradas que les permitan orinar mientras mendigan la atención de los dueños que, a falta de un amor mejor, se retratan con el perro para mostrar la foto en san Valentín). El móvil es el mejor amigo del hombre, el perro es un animal doméstico, que vive castrado sin conocer jamás la vida silvestre. El toro es el animal mitológico que representa la leyenda.
Mientras la humanidad acorrala el hábitat de los animales silvestres construyendo ciudades, caminos, y fomentando cambios climáticos, la tauromaquia protege la ecología sostenible del campo bravo y salva la existencia de la raza y su bravura. Pero la inquisitorial animalista no entiende ni quiere entender que no hay razón alguna que convalide la violación de los derechos humanos. Las juventudes animalistas (no hay edad para celebrar la intolerancia ni la ingesta inapropiada de información demagógica) están en su punto más alarmante de frivolidad y holgazanería. Y el juego político, que ofrece a diario un lamentable espectáculo, menosprecia con demagogia la cuestión para rascar unos votos. No llueve a gusto de todos. Pero no se puede parar la lluvia y prohibirla resulta una necedad imperdonable, que no se justifica con desinformación rampante, con desprecio por la voluntad de las gentes y su derecho a la libertad, ni para engordar el caldo de puchero de la clase política que atropella flagrante el espíritu del pueblo. ¡Para variar!