Por Danilo Contreras (Especial para Revista Zetta).- Yo lamento profundamente la zozobra que han padecido muchos conciudadanos en varias ciudades del país a causa de elementos indeseables que muy probablemente atienden instrucciones de las ideologías extremistas que enferman a la nación y al mundo. No dudo además que su repudiable accionar corresponde a una matriz sociológica que busca infundir el temor y desasosiego del que emana la desesperanza y la claudicación. No somos tontos, hay demasiadas pruebas que los delatan.
Nadie dijo nunca que las transformaciones se alumbraran entre algodones y gasas. El testimonio fidedigno de la historia así lo certifica. Pero el pueblo es noble y es capaz de luchar por aquello que enaltece la condición humana.
Que ninguno ose negar, a riesgo de mentir, que la verdadera naturaleza del grito airado de la ciudadanía ha sido pacífico, inteligente, feliz y esperanzador. Me quedo con los estudiantes que limpiaban los muros ante los desmanes de quienes con el rostro cubierto los manchaban; me quedo con los que protestaron callados, vestidos de blanco inmarcesible en posición de flor de loto como lo enseñará el Buda que carecía de toda religión; me quedo con aquellos dos muchachos que en medio de las refriegas protegieron la humanidad de un policía golpeado y desfallecido a punto de sucumbir ante el furor de una turba; me quedo con el profesor Luis Fernando López, vejado por las autoridades por reclamar que estas cesarán de castigar a un joven estudiante como aquellos a quienes él mismo dedica su apostolado en la cátedra; me quedo con aquellos que jamás habían salido a marchar por cuenta de los privilegios que les mantenían aislados en una pompa de jabón, ausentes del sufrimiento de sus compatriotas más humildes, pero que en la hora actual han comprendido que la injusticia de los poderosos no es sostenible para ningún ciudadano que aprecie la decencia y el valor de la caridad en el amplio sentido que enseñaron los evangelistas; me quedo con la valentía de las mujeres que fueron maltratadas por policías que perdieron la compasión defendiendo, erradamente, eso que llaman el principio de autoridad que ha venido a ser mero autoritarismo.
Han creído los dueños del poder que pueden seguir engañándonos con las migajas de la prosperidad que ostentan, piensan que no entendemos que más allá de la retórica de sus discursos se oculta el deseo de una inicua dominación y la voluptuosidad que implica sostener los privilegios. Creen, con desatino, que no entendemos la estrategia que busca privilegiar el relato según el cual la expresión ciudadana ha sido dominada por “vándalos”, expresión que no se cansan de repetir, para ocultar la genuina, profunda y justa lamentación del pueblo que no resiste más que le masacren a sus líderes sociales en calles y veredas, a sus indígenas en las montañas profundas del Cauca indómito, que reclaman que no se humille más a los padres y madres de la nación que padecen la tragedia de no poder llegar al final del mes, quizás de la semana, llevando una comida decente a la mesa de sus hijos pues sus ingresos no alcanzan a satisfacer ese engañoso guarismo que denominan salario mínimo, jóvenes que no aguantan ya que se les niegue la esperanza del estudio o del empleo, ciudadanos que no soportan la esclavitud financiera a que los somete el gran capital y la iniquidad de los gobiernos.
El pueblo grita porque quiere la paz, aún imperfecta, pues sabe que la perfección que predican los empolvados, es la coartada para que ellos sostengan sus imperfectos privilegios que son la negación de la idea democrática.
Yo prefiero los mansos versos de Borges que cantan a quien “ justifica o quiere justificar un mal que le han hecho” o al “que prefiere que los otros tengan razón”, pero hoy ellos carecen de la razón y es preciso luchar, luchar sin reposo y sin dejar caer de la mano una rosa escarlata que debe permanecer en alto.
El clamor del pueblo es diáfano y justo. Es indispensable atenderlo.