Por Juan Carlos Gossaín Rognini (Especial para Revista Zetta 20 años).- La verdadera medida de una nación se tasa sobre la forma en que trata a sus ciudadanos en los tiempos más difíciles. Ese fue el principio que aplicaron los estados europeos después de superar los días tormentosos y aciagos que vivieron durante la Segunda Guerra Mundial, para construir el conjunto de medidas que, posteriormente, los teóricos de la política y la economía llamarían el estado de bienestar.
Fue de tal magnitud el grado de devastación emocional, fue tan estruendosa la debacle económica, tan calamitoso el colapso social y tan irracional la barbarie, que a esos pobres desechos humanos que alcanzaron a sobrevivir, era imposible atribularlos con cargas adicionales. El estado debía restituirles en algo, lo que ellos habían dado por la patria.
Mucho de lo que hoy consignamos como derechos adquiridos, entre esos, todo el régimen de protección social, así como también las subvenciones en programas de vivienda o educación, el fomento a iniciativas culturales, y en algunos países, la gratuidad del transporte masivo y el congelamiento de tarifas para los servicios públicos, tiene su origen en este espíritu de solidaridad estatal.
No está demás decirlo y recordarlo, estas iniciativas que hoy intentan acaparar como agenda exclusiva desde la orilla ideológica de la izquierda, surgieron y fueron validadas en el seno de sociedades capitalistas, con regímenes democráticos de derecha.
No hay que empeñarse demasiado para comprender que, guardando las justas proporciones con lo que fue el estallido global de la guerra, hoy vivimos un tiempo tembloroso que obliga a los gobiernos a pensar con especial cuidado, cómo traducir con acierto y equilibrio las acciones de amparo que se están necesitando.
Sin embargo, hay algo que dentro del gobierno no están entendiendo. Mientras los altos funcionarios no cesan de hablar de la necesidad de salvar la economía, de hacer los ajustes macroeconómicos y blindar las reservas, desde las casas se habla de pagar la luz y el agua, de las matrículas, de la tía qué hay que ayudar y del hermano que acaba de quedarse sin trabajo. La calle acabará siendo el árbitro de estas diferencias idiomáticas.
Después de los primeros intentos y de algunas particulares medidas que apalancaron estos meses ya transcurridos, nuevamente los temores afloran y se percibe exasperación con el tecnicismo de los decretos. Sin expertos ni estudios de por medio, a la economía la salvamos si la gente no se quiebra.
En el pasado gastamos mucho construyendo carreteras, salvando cada diez años a los bancos de sus crisis financieras y hasta legislamos para favorecer a sectores empresariales, de modo que si este no es el momento de rescatar a la gente común y corriente, ya no sabremos entonces cuándo lo será.
Las cifras han expuesto que en Colombia el margen de ayudas ha sido menor que en una gran mayoría de países. En otros lugares, han trabajado arduamente estos meses para destinar, entre otras disposiciones, una renta mínima vital a la población.
Soy un convencido de que las ayudas tienen que ser para todos, cuando las penurias se reparten, las excepciones no son tolerables, y es claro que no hay un solo segmento de la población que no lo esté pasando mal.
En las circunstancias actuales no puede pedírsele a los ciudadanos que asuman obligaciones en todos los frentes y al mismo tiempo. O pagan impuestos o hacen mercado, o le cumplen a los bancos o mantienen la nómina. Todos los desajustes en el mundo acaban castigando a los segmentos de menor capacidad defensiva. ¿Quién no lo entiende?
Encuentro difícil que hagamos comprender al ministro Carrasquilla y a sus buenos muchachos del BID que no los desconocemos por ignorancia, sino que a nadie le interesa en estos momentos el crecimiento del PIB o el tope de las tasas de interés, que los colombianos no van a comprar carro ni a la mitad del precio que antes tenían, que nadie, por más descuentos que hagan, va a pagar impuestos, mientras entre tantas incertidumbres no tengan para pagar la luz y el agua.
La hacienda pública no sólo debe estar al servicio del acertado manejo fiscal y macroeconómico del país, también es su primera función garantizarle a los colombianos una redistribución de bienestar con el dinero que nos recauda.
¿Por qué no empezar, por ejemplo, gestionando con Alcaldes y Gobernadores para que el uso de las regalías sea destinado al pago de los servicios domiciliarios durante el segundo semestre? Sin inventarse nada, sin rocambolescas fórmulas, hay algo que pueda superar en prioridad y equidad este alivio?
Una buena acción por parte de los poderosos es todo lo que la gente está esperando. Hoy de nuevo, el bienestar antes que el desarrollo, tocan a la puerta del estado.