Por Juan Carlos Gossaín (Especial para Revista Zetta 20 años).- Doña Sixta Tulia Josefina Espitia de Morelos, matrona respetable y de carácter recio, madre y abuela de familia numerosa, criada sin consentimientos y con responsabilidades de mujer mayor desde el día siguiente que llegó a la pubertad, pasaba de los ochenta años cuando empezó a sentir el primer achaque de su vida.
La historia que voy a contar no es reciente, ocurrió unos treinta o cuarenta años atrás, y salvo por algunas malas pasadas de la memoria, casi todo es cierto. Se lo escuché contar muchas veces a mis tías, que hacían crónicas y relatos más fiables que los que hoy encontramos en algunos medios. Pero ellas ya no están, se han ido muriendo de repente y no del todo convencidas que su tiempo y su hora les había llegado.
El caso es que doña Sixta, que terminaba de cenar, hizo saber que no se sentía bien cuando en la sala de la casa a todos les llegó de sopetón el impacto fétido de su aliento trasero. Con voz de pena, doña Sixta manifestó que sentía el cuerpo disgustado.
Unos días después, sin evidencias de mejoría y con el ánimo de la familia contra el suelo, sometidos como estaban al inclemente bombardeo putrefacto de doña Sixta, mandaron a dos nietos, de los menores, a la casa del doctor Lepesqueur para que viniera a asistirlos.
Antes de cruzar el portón delantero de la casa, los muchachos encargados de ir en busca del médico escucharon la exclamación del tío Julio Miguel, el intelectual de la familia que pasaba todas las tardes con un libro entre las manos: “Carajo, ni en Londres con las bombas que les arrojaban los aviones de la “lujtuaje”, lo pasaron tan mal como nosotros”.
El doctor Lepesqueur, hijo de un capitán francés que había encallado su barco carguero en un bajo del río Sinú, acababa de llegar de su correría semanal por veredas y caseríos cercanos al pueblo después de atender partos y remendar heridas sin más instrumental que lo encontrado a la mano. Se cambió la camisa y salió con los muchachos.
Doña Sixta fallecía, fue el dictamen del galeno. La cuestión era de horas, por tanto, la familia debía resignarse y prepararse. Mientras los llantos de todos turbaban el ambiente, el sentido práctico de Damasa, una de las hijas de la casi difunta, le hizo recordar que en el pueblo no había funeraria.
Habría que encargar con la mayor celeridad un cajón fúnebre al pueblo vecino, cuyo comercio, bien administrado por los inmigrantes sirio-libaneses, destacaba por encima de los otros en la comarca, al punto que tenían su propia funeraria con ataúdes en el mostrador.
Al día siguiente el ataúd llegó, pero doña Sixta Tulia no murió. No lo hizo al caer la noche, ni en la mañana del día después, no murió a la semana y ni siquiera al finalizar el mes. No murió ese año y por no alargar más el cuento, tampoco murió en los veinte años que siguieron.
Agotadas las explicaciones que la ciencia podía dar, al final la gente del pueblo terminó por acoger la hipótesis que el yerno de Doña Sixta había soltado la enésima vez que le preguntaron que pensaba de lo ocurrido. “No se murió para joder, así son todos los Espitia”, dijo.
Por cada año que no se murió, el ataúd de doña Sixta estuvo expuesto en un rincón de la sala. Cuando en la familia de algún vecino o conocido ocurría un deceso imprevisto, era inevitable que mandaran a prestar el cajón de doña Sixta, mientras llegaba el que habían pedido en el pueblo de al lado. Nunca hubo complicaciones, superado el escollo, el cajón siempre lo repusieron.
La vieja Sixta murió a los cíen años exactos, lo hizo como Dios manda, acompañada de sus seres queridos, con el féretro en procesión desde su casa hasta el cementerio. Incluso su yerno soltó una lágrima y se le vio compungido durante el velorio.
Cuarenta años después y casi finalizando esta segunda década del siglo XXI, los tiempos han cambiado, eso nos suelen decir. También es recurrente escuchar que por fortuna la vida de ahora nos facilita mucho todo, y piensan los más jóvenes que estas son las ventajas de vivir en la ciudad.
Ayer, el cadáver de un viejo amigo cumplía veinticuatro horas en espera de un certificado de defunción que ninguna autoridad había ido a tramitar. Con bolsas de hielo en sus costados, la familia hacía intentos de mantenerlo conservado. No fue posible conseguir en todo el edificio donde viven, alguien que les prestara un cajón, mientras tanto.