Por Danilo Contreras (Especial para Revista Zetta).- Cartagena de Indias, marzo 30 de 2021.- Escuchando al exitoso empresario Tomás Uribe opinar en uno de los medios radiales más importantes del país, no deja uno de rememorar aquellas palabras que alguna vez escuche del maestro Carlos Gaviria Díaz en su postrera conferencia “Educar para la democracia”, en la que expresaba que una sociedad construida bajo el supuesto de los privilegios, no era una democracia real.
El “delfinazgo” ha sido una especie tradición nacional que le ha permitido a numerosas familias de dirigentes perpetuarse en el poder y obstaculizar por ese camino las necesarias transformaciones que la ciudadanía reclama. Generación tras generación se encargan eficientemente de frustrar los cambios.
Ejemplos hay muchos: El viejo López de la revolución en marcha de la primera mitad de siglo XX nos dejó a su vástago, “el pollo” López Michelsen, que a su vez fundó aquella esperanza fallida que fue el MRL. El viejo Santos, el de la “pausa” a la revolución Lopista, nos dejó a su sobrino nieto Juan Manuel Santos, el de la paz que algunos persisten en hacer trizas y el mismo de Odebrech. Carlos Lleras, el de la gran reforma constitucional del año 1.968 que restructuró el Estado para introducir los vientos del intervencionismo de Estado de la segunda posguerra, nos legó a su amable y humilde nietecito Germán Vargas Lleras. Don Misael Pastrana, quien se encargo de sepultar los tímidos avances de la reforma agraria de Lleras Restrepo con el famoso Pacto del Chicoral, nos dejó a Andresito, de quien sería mejor no comentar. Y sigue un largo etcétera que acredita la entrañable superstición colombiana según la cual ser pariente de un expresidente es garantía de buen gobierno e intachables costumbres éticas, morales y políticas. Los resultados de sucesivos gobiernos certifican lo contrario.
Quizás algunos lectores estarán de acuerdo con este servidor que en toda superstición se encuentra ínsita una falacia.
Pues bien, el joven Tomas habló de todo un poco. Insistió en los propósitos de su taita expresidente para reducir el Congreso de la República y la JEP que tanto estorba a esa preclara familia, arguyendo que hizo unas cuentas en su tabla de Excel de próspero ejecutivo, que le permitieron concluir que ahorrando de esa manera le mitigarían el hambre a muchos niños. Pero parece olvidar el cripto candidato Tomás que una política seria para derrotar la pobreza y el hambre no se logra reduciendo los espacios democráticos y obstaculizando un aparato judicial como la JEP en la que muchos colombianos depositamos la esperanza de conocer quienes fueron los determinadores del último periodo de salvaje violencia que nos ha desangrado. Una política social se construye con sustento en una política de progresividad fiscal que debe empezar por acabar con tantos privilegios tributarios de que se han beneficiado familias como la del candidato en ciernes.
Manifestó además su admiración por los emprendimientos y el empresarismo de la República Popular China. Vaya, vaya. Lo que toca escuchar en las campañas. En todo caso uno entiende que le resulte atractivo al novel representante de uribismo, reivindicar la política hipercapitalista de la China sin las molestias de garantizar los derechos humanos de los ciudadanos. Los Uribe saben de eso. Ya lo ha constatado esta nación.
Dijo muchas cosas más Tomas Uribe, pero no puedo cerrar esta nota sin aludir a la frase con la que en tono de estadista en ejercicio sentenció que por cuenta de la pandemia “se necesita austeridad radical”. ¡Qué maravilla de prócer! ¡Qué autoridad en el anuncio del propósito!, pero tengo la leve impresión de que eso ya se lo habíamos escuchado a su Papi. Lo que no dice Tomás es que ese sacrificio estoico de la austeridad que reclama para superar la pandemia es solo para los de ruana, mientras los privilegiados como él siguen disfrutando de la acumulación de riquezas que les deja su preeminencia heredada.
Cada quien es dueño de sus prejuicios, de su voto y de su deseo de verse sometidos, pero nadie tiene la excusa de que le metan los dedos a la boca una y otra vez. Eso es demasiado.