Por: Miguel Raad Hernández -Cartagena, abril 16 de 2015- Dos noticias impactantes me dan hoy el material para hacer dos comentarios en uno. La primera es la condena proferida por la Corte Suprema de Justicia contra los ex-ministros del Gobierno Uribe, doctores Sabas Pretelt de la Vega y Diego Palacios, por el mal llamado caso de la «Yidis Política»; la segunda tiene que ver con el asesinato a mansalva y sangre fría de 10 soldados y 1 suboficial del ejército colombiano en las montañas del Cauca por parte de guerrilleros de las FARC.
La condena de los dos EXMINISTROS es la última de una ya larga lista de funcionarios de los dos últimos Gobiernos de Alvaro Uribe Vélez, entre procesados y condenados, que tiene nombres tan connotados como los del ex Alto Comisionado de Paz Luis Carlos Restrepo, el ex Secretario Gral de la Presidencia Bernardo Moreno, los ex Directores del DAS Jorge Noguera, María del Pilar Hurtado y Andrés Peñate, los Generales Mauricio Santoyo y Mario Montoya, el ex Ministro Andrés Felipe Arias, el ex Director de la UIAF Mario Aranguren, y otros más, como los de el mismo ex – Presidente Uribe y su Vice Presidente Francisco Santos, que tienen muchas investigaciones en curso de las que aún no terminan de defenderse.
La verdad, creemos que la mayoría de ellos son hombres de bien, de grandes capacidades y virtudes, respetados y admirados por sus condiciones personales, profesionales y por sus servicios al país. Pero bastó que atendieran el llamado al servicio público, desde posiciones del Estado, para que, como por ensalmo, desaparecieran sus virtudes y les llovieran toda clase de ataques, denuncias, improperios, maltratos públicos y, como se dice ahora, hasta «matoneo» en ciertos medios de comunicación que son de una sospechosa seudo- objetividad.
Es claro que todo servidor público debe estar siempre dispuesto a dar explicaciones y a rendir cuentas de sus actos. Ese es un deber insoslayable. Pero en Colombia hemos llegado a extremos muy peligrosos de estigmatización de la actividad política y pública. Cuando denostamos de todos y de todo, lo que estamos haciendo es deslegitimarlo todo y, en ese punto, basta un leve soplo para que la institucionalidad caiga como un castillo de naipes. Según esos «savonarolas» criollos, no hay en nuestra Patria partidos, ni políticos o funcionarios públicos rescatables. Así, no hacemos más que alejar a nuestros mejores hombres y mujeres del servicio público, debilitar los poderes del Estado, minar la autoridad y favorecer, de contera, el imperio del caos, de la ley del más fuerte y el dominio de los más audaces y temerarios.
Ahora bien, abogo por unos órganos jurisdiccionales probos e incontaminados, por una prensa independiente y no servil de los poderosos, por unos periodistas serios, documentados y responsables, por una ciudadanía que no trague entero y sepa informarse y discernir, y por una clase dirigente con mejor criterio de las necesidades del conglomerado social y recia integridad moral. Entre tanto, como en el título de la célebre película, en Colombia el servicio público será «profesión peligro».
Y la segunda noticia que me estremece es la masacre de las FARC contra unos soldados que dormían. Vaya manera de romper su compromiso de tregua o suspensión unilateral de hostilidades. Las muertes de nuestros soldados laceran el alma de los colombianos en lo más profundo y causan un grave daño a los diálogos de Paz. Ahora los mismos no pueden seguir iguales. Se imponen serias re orientaciones antes de continuarlos. Después de dos años y medio de negociaciones y cuando creíamos estar avanzando como nunca antes, la torticera mentalidad guerrillera nos demuestra que no ha cambiado sus métodos traicioneros y aleves de lucha. Asesina soldados dormidos para reclamar un cese bilateral de hostilidades, convencidos de la debilidad pequeño-burguesa del gobierno y de los colombianos. Pero que equivocados están. Por ello, si queremos intentar salvar el proceso de Paz, se debe hacer un alto en el camino, un pare de las negociaciones, para obligar a revisar la metodología y pactar un cese de las agresiones de la guerrilla que sea verificable. Además, también para que el Gobierno y la oposición, que no descarta una paz negociada, acuerden unos mínimos de entendimiento para tal fin. Es la hora de la unidad de todos los colombianos en contra de la barbarie y el delito.