Amistad incómoda: Literatura y política – Opinión de Miguel A. Montes Curi

Por Miguel A. Montes Curi (Especial para Revista zetta). Cartagena de Indias, 15 de junio de 2025.- Tras haber intercambiado algunas cartas, Vargas Llosa y García Márquez se vieron por primera vez en Caracas, donde el peruano recibiría el prestigioso premio literario Rómulo Gallegos por su novela La casa verde. Por entonces, apenas publicada unas semanas antes en Buenos Aires, Cien años de soledad (1967) ya retumbaba en el mercado literario latinoamericano. En ese momento ambos autores, sin saberlo, delataban las primeras señales de un fulminante fenómeno cultural de alcance global.

Admiradores de la joven revolución cubana, cuando aún se desconocían los grandes atropellos de la dictadura castrista, García Márquez y Vargas Llosa solían visitar La Habana para ser atendidos por Fidel Castro, voraz lector de sus obras. Alguna vez, por solicitud de Castro, Alejo Carpentier le llevó una carta a Vargas Llosa donde lo instaba indirectamente a donar los frutos del recién recibido premio literario Rómulo Gallegos a la causa de la revolución. Por supuesto, Vargas Llosa no aceptó, incluso con la promesa de que en el futuro recibiría una mayor recompensa. En cambio, y quizás evitando generar una querella por parte del futuro dictador, Vargas Llosa pronunció un discurso laudatorio y promotor de las causas sociales latinoamericanas tomando como ejemplo a Cuba.

Años más tarde, tras el arresto del poeta Heberto Padilla en La Habana por la dictadura, Vargas Llosa decidió escribir una carta abierta y conjunta solicitando su liberación y exigiendo el abandono sistemático de métodos represivos que manchen el buen nombre de la revolución y pongan en entredicho la causa social que defienden. Habiendo reunido la firma de autores como Julio Cortázar, Octavio Paz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Vargas Llosa solo necesitaba contar con el apoyo de su gran colega, García Márquez, quien en ese momento no era localizable. Por ello, con la complicidad de su amigo más íntimo, el del Grupo de Barranquilla, Plinio Apuleyo Mendoza, se procedió a forjar su firma bajo el entendido de que el futuro Nobel promovería sin duda el espíritu acusatorio de la carta. Sin embargo, al enterarse de que había sido suplantado, García Márquez prorrumpió contra Apuleyo Mendoza y ordenó la anulación de su firma y una explicación pública de lo ocurrido. Gran conocedor de la política y de las maquinaciones de la figura del dictador caribeño, García Márquez sabía que lo más prudente habría sido persuadirlo discretamente y no exhibirlo ante la prensa internacional. De ahí en adelante, el distanciamiento entre García Márquez y Vargas Llosa fue irremediable y creciente.

A propósito de la anécdota, conviene reafirmar el compromiso político de aquellos escritores del siglo pasado que tomaron posiciones ideológicas firmes y participaron decididamente en el foro público. De los que encabezan esa lista ⎯García Márquez, Neruda, Paz, Fuentes, Asturias, Cortázar⎯, Vargas Llosa es quizás el más sobresaliente debido a su notable giro político de la izquierda hacia el liberalismo y su postulación a la presidencia del Perú en 1990. Valga mencionar que, después del boom y aún con mayor efecto en la actualidad, la literatura iberoamericana ha venido sufriendo un proceso paulatino de despolitización que podría ser interpretado, en parte, como un intento por marcar distancias de tan despreciable y descalificada profesión ⎯el político infame⎯; una percepción que se comenzó a asentar en Occidente con los autoritarismos que lastraron severamente el siglo XX, desde Stalin hasta Pinochet y desde Mussolini hasta Videla. Esto, unido a la sensación de pesimismo, derrotismo e inmovilismo social que define ese impreciso fenómeno que ambiguamente llamamos posmodernismo, se consolidó en una literatura donde prima la exploración individualista e intimista, la autoría como contrucción de una marca personal y la corrección política, que coarta las posibilidades expresivas del arte según quien lo hace. Habida cuenta de ello, parece pertinente evaluar en qué condiciones se dio, para los autores del boom, esa cooperación entre literatura y política. Y es probablemente la amistad entre Vargas Llosa y García Márquez la que nos puede dar algunas pautas sobre la incómoda pero irremediable relación entre los libros y el poder. Dijo el crítico español Constantino Bértolo que la literatura forja un pacto de responsabilidad y legitimación con la comunidad, y que la escritura se traduce en un acto de poder en cuanto que su recepción en el imaginario colectivo deforma ⎯en las grandes obras⎯ las tendencias humanas y encamina la acción social hacia tal o cual propósito. Lo mismo podría decirse del pacto social, con la salvedad de que utiliza canales de mayor legitimación (nacional, soberana, jurídica), y por lo tanto, su alcance y efectividad es mayor, al igual que su responsabilidad.

En aquellos tiempos de convulsión política en Latinoamérica, Vargas Llosa abusó de la confianza de García Márquez porque lo consideraba un intelectual afín, alguien que defendería sin duda la libertad del poeta Padilla. Pero, para un costeño audaz y espabilado como Gabo, quien por supuesto comparte principios morales similares a los del académico peruano, la situación se habría podido resolver sin una confrontación, de forma más práctica y sin ofender la autoestima de un dictador egocéntrico y precipitar un espectáculo internacional.

He ahí la diferencia: en la política la forma, los medios y la estrategia importan. El dirigente no se entrega a la ciega persecución del bien común, ignorando los matices que presenta cada escenario. El arte, en cambio, reposa sobre la exaltación de unos ideales inmaculados, se proyecta a través de ellos sin mayores interferencias y no se atreve nunca a dar una respuesta, porque si la da no sería arte sino panfletarismo. El político, se supone que partiendo de una escala de valores, intenta dar respuesta a problemáticas complejas sabiendo que debe priorizar y ponderar, lo que inevitablemente conlleva a descartar otras necesidades. En ese sentido, el artista es mal político porque carece resolutividad; el político mal artista porque debe anteponer la celeridad a la contemplación. Y ahí se presenta la oportunidad de una beneficiosa hibridación: escritores dispuestos a diseccionar con precisión los problemas sociales que nos acecen actualmente y gobernantes doctos con templanza, rigor académico y una serie de principios inmanentes.