La popularidad y empuje de la champeta en todo el país y su extensión hacia el mundo es el mejor ejemplo de que nuestra cultura es digna, valerosa y defendible.
En sus primeros acordes, la champeta fue estigmatizada como algo vulgar, sin mérito, algo así como una mamadera de gallo de quienes no tenían el mínimo talento para ser músicos. El que cantaba champeta estaba a años luz de Pavarotti, y era una vergüenza.
No voy a entrar en una minuciosa explicación de cómo pasó a ser el fenómeno nacional que es hoy, pero lo cierto es que nadie tiene el más raquítico argumento para defenestrar este tipo de música.
Una manera original de expresarse, de contar la propia realidad, de decir “así somos” es la champeta. Y eso es cultura.
La contracultura es lo que no quería que la champeta surgiera, la que la satanizaba, la que quería pisotear.
La contracultura te quiere imponer otro modelo, el de las castas que se creen con la suprema autoridad de decirte “debes ser así porque no me gusta lo que eres”.
La contracultura pretende ser sutil pero es burda en sus métodos. Desde el matoneo en redes sociales, pasando por la presión mediática (no se resisten ante un micrófono o una cámara), hasta el más intimidante chantaje político o la más vil artimaña jurídica.
En Cartagena la contracultura está viviendo sus mejores momentos, pues los métodos aquí descritos les están surtiendo efectos.
Afortunadamente los cartageneros estamos hechos de un mismo ADN, y así como los champetúos salieron del ostracismo, igual pasará con los pobres cocheros, otro símbolo de la ciudad.
Los cocheros provienen de la misma calle de los champetúos, esa calle donde el Estado no ha brindado educación ni oportunidades. Por mero instinto de conservación se han abierto paso y gracias a su autenticidad cartagenera se convirtieron en ícono como lo son las murallas, la torre del reloj o la Popa. La única diferencia es que aquellos son objetos de piedra y éstos son seres humanos.
Ese Estado que no brinda educación es el que ahora pretende castigarles su falta de preparación para el manejo de los animales. El Estado, en lugar de perseguirles para enviarlos a la mazmorra del hambre, debería unírseles para capacitarlos, para financiarlos, para convertirlos en emprendedores y agradecerles su intangible aporte a la imagen de Cartagena de Indias ante el mundo.
Los cocheros son trabajadores honestos, aunque los quieren tratar peor que los pandilleros que matan, atracan y levantan a piedra a todo el mundo. Pero los cocheros son trabajadores a los que les falta educación en el manejo de su negocio.
La grotesca amenaza que hoy enfrentan debe ser una oportunidad para darle un vuelco al negocio, para que el Estado asuma la construcción de unas caballerizas decentes, y, más que eso, toda una política pública de respaldo a la cultura y al turismo, en el que son más simbólicos que un sancocho de pescado de La Boquilla de $226 mil. Hoy que tanto se habla de inclusión y equidad, a los cocheros se les trata como exepción.
El Estado, sea el Ejecutivo o el Judicial o el Legislativo, debe proteger a nuestra cultura de los embates de la contracultura. Es un imperativo ético y social. Lo demás recuerda al nazismo, donde abominables seres humanos que no gustaban de unas gentes, idearon una “solución final”. La champeta venció, los cocheros también lo harán.