Por Andrés Rico Rivera (Especial para Revista Zetta).- ¿Quién tendrá que ser la próxima víctima de los abusos de este gremio, para que las autoridades de Cartagena se den cuenta del grave riesgo que representa tomar un taxi en la ciudad?
Anteriormente el riesgo era para aquellos que tomaban un taxi desprevenidamente por la calle y pese a que la recomendación sigue siendo pedirlos por teléfono para evitar problemas, parece que ya no es tan seguro como pensábamos.
El hecho queda evidenciado en las múltiples denuncias de la ciudadanía sobre agresiones y otras experiencias escabrosas protagonizadas por taxistas en lo corrido del año, e incluso el hecho de “descubrir” recientemente, que algunos taxistas están armados. Por lo que se hace inevitable preguntar cuán exacto es decir que la ciudadanía no corre ningún riesgo al abordarlos.
Las autoridades parecen hacerse los de la vista gorda y subestimar la magnitud de la situación, de forma no se explicaría la evidente impunidad y falta de celeridad con la que actúan. Desde hace muchísimo tiempo tantos delincuentes que fungen como taxistas cometiendo todo tipo de abusos, confiados en que el ciudadano común no se queja porque no confía en las autoridades o éstas son ineficientes, por lo que la vulnerabilidad e indefensión son absolutas.
La desgraciada suerte que han tenido jóvenes como Juan Sebastián Mosquera, agredido en Enero, Jazmín Álvarez, José Ibarra Sossa, y más recientemente Jhonatan Navarro, han logrado lo que no lograron múltiples casos de agredidos por algunas personas que trabajan como taxistas: llamar la atención sobre una situación que es evidentemente grave y que no es nueva.
La Policía, el DATT y las autoridades judiciales deben entender que los taxistas delincuentes y atracadores no son únicamente los que hacen paseos millonarios, sino también los que se inventan recargos inexistentes, hacen cobros abusivos pero más graves que esto, los que agreden a los usuarios.
Esto también debería ser duramente sancionado. Las autoridades tienen que saber, si es que no se han enterado aún, que la situación es tan grave y está tan fuera de control que hay casos en que hacerle un reclamo a un taxista es arriesgarse a ser agredido de múltiples maneras, tanto verbal, como físicamente. Los casos abundan, sino pregúntenles a los ciudadanos.
Tomar un taxi en Cartagena es, por donde se mire, una verdadera ruleta rusa. No conozco prácticamente a nadie a quien no haya oído quejarse alguna vez. Es casi una suerte que una carrera de taxi se lleve a cabo sin contratiempos y dar con un taxista que haga su trabajo bien, con honestidad y respeto, que también los hay.
Las quejas van desde las más simples, como que no llevan a nadie si la ruta o el destino no sirve a sus propios intereses o dejan a la gente tirada por el camino, a las más graves, como paseos millonarios en distintas modalidades, pasando por falta de consideración y de modales en general, especialmente con personas mayores o con movilidad reducida, cobros abusivos y las agresiones que cada vez se vuelven más recurrentes. Todo esto sucede ante la mirada atónita de todos los Cartageneros.
En Cartagena, hechos tan anormales como el maltrato y la violencia en todas sus formas se han normalizado por fuerza de una triste y preocupante costumbre, por la inmovilidad y el letargo social. La inoperancia e ineficiencia de las autoridades, el silencio de los afectados y la desconfianza en la justicia y las instituciones, que les lleva a no denunciar o quejarse oficialmente, han servido de acicate.
Esta sociedad debería estar menos acostumbrada al miedo, quienes si deberían temer más a la sanción social y judicial son quienes alteran el orden. Si alguna lección ha de dejar esta situación, es que se hace necesaria la toma de medidas destinadas a impedir que los delincuentes, sea cual sea el gremio en el que se infiltren o el disfraz que luzcan, actúen en la más absoluta impunidad. También sería deseable una justicia eficaz e igualmente garantizada a todos, independientemente de su condición social, y que sea impartida con el mismo rigor a todos quienes la infringen.
La paz también es seguridad, igualdad y eficacia en el acceso e impartición de justicia. La paz es poder dejar de sentir miedo y desconfianza en los otros, caminar tranquilamente por la calle, y poder confiar en que la ciudad y el país son espacios habitables. Que un hecho tan simple como tomar un taxi genere angustia y miedo, y suponga un grave riesgo, debería llevarnos a pensar, si no lo hemos hecho aún, en qué tipo de sociedad vivimos.