Por John Zamora (Director Revista Zetta).- Carlos Betancourt cruzó la meta en Sagunt, final de la sexta etapa de la Vuelta a España, después de haberse fracturado el tobillo derecho y tener fortísimos golpes en su cara en una caída 30 kilómetros atrás. Llegó en el puesto 125 a 12.31 del ganador. Después fue llevado a un hospital. Encontraron fractura del maléolo externo derecho y laceraciones en el rostro que deberán ser atendidas en cirugía plástica. Desde luego, abandonó la prueba.
¿Qué fuerza hace que un hombre, en tan crítica condición, se sobreponga al dolor y pedalee 30 kilómetros sobre una bicicleta, cuyo único motor son sus piernas?
Valentía. Orgullo, Pundonor. Entereza. Arrojo. Valor. Bravura. Gallardía. Son muchos los adjetivos que podrían emplearse, pero de todas formas lo hecho por Betancourt es de admirar. Eso es verdaderamente ejemplar.
La antítesis es un futbolista. Vean lo que pasa: Basta con que le rocen el tobillo para que se tire al piso, se retuerza, levante un brazo, mire al banco, vuelva a retorcerse, y gesticule para transmitirnos el infinito dolor que está sufriendo. El árbitro detiene las acciones, le saca tarjeta amarilla al infractor –que ni lo ha tocado- y, de puro milagro, se levanta enseguida.
El futbolista es un llorón por tramposería. Lo comprobamos uno tras otro partido y los ejemplos son incontables. Teo Gutiérrez recibió una sanción de dos semanas y $40 millones por fingir una falta. Se tiró al piso y se retorció porque el adversario dizque le pegó en la cara. El video fue su juez.
¿Por qué los futbolistas son llorones? Porque no tienen vergüenza, porque carecen verdadero espíritu de “fair play”, porque ser tramposo paga, porque los entrenadores los alientan para ser ventajosos, porque en las escuelas les enseñan mañas, porque los árbitros son pendejos y alcahuetes… y por muchas razones más.
Hay que ver los costalazos que se dan los ciclistas en cada caída. Hemos visto a Alberto Contador pedaleando con fractura de tibia; a Lucho Herrera ensangrentado en Francia; a Nairo Quintana rodando contra la barda; a tantos y tantos ciclistas y ninguno llora. Si es fractura de clavícula, pues abandonan, se montan a la ambulancia y ya está. No se retuercen innecesariamente.
No estaría de más que en las concentraciones de los equipos de fútbol, los jugadores vieran las etapas de una carrera ciclística, a ver si aprenden algo de hombría y dejan de ser tan llorones.