Por John Zamora (Director de Revista Zetta).- Lo habitual es que un menor ingrese a los 5 años de edad al sistema educativo, y luego de 11 años más, salga bachiller. Después irá a la educación superior -si puede- y más adelante a posgrado –si puede-. A diferencia de pavimentar una calle o construir una cancha deportiva, que se pueden hacer en corto tiempo, la educación es cosa de largo aliento.
Educar a una sociedad es una tarea muchísimo más compleja y exige mucho más tiempo.
Poco a poco vamos avanzando en la educación de nuestra sociedad colombiana, con los retos y sinsabores que ello encarna, aunque a una lentitud desesperante. Hace poco estábamos celebrando que las mujeres tuviesen derecho al voto, o que eligiésemos alcaldes y gobernadores, o que usásemos tarjeta electoral en lugar de papeletas. Sin que lo atisbemos, en breve estaremos en el voto electrónico, por celular, u otro mecanismo tecnológico. Son pasos dados, pero todavía falta mucho camino por recorrer, obvio. Un camino tortuoso y culebrero, en el que son más los tramos de trocha que los pavimentados.
En términos electorales, todavía estamos años luz de una participación medianamente aceptable. La abstención ha sido mayoritaria e indestronable, desde tiempos de Upa.
Siempre hemos escuchado hablar de la “franja”: si el candidato X conquista a la franja, entonces podrá ganar…
Esa franja indiferente, esa abstención, ha tenido muchas explicaciones. Que no creen en la democracia, que no creen en los políticos, que no saben para qué es el voto, que les da pereza salir de la casa un domingo, que les importa un carajo el país, que nada cambia, que todo va peor…
No obstante, hay una lectura que poco se registra y que tiene que ver con el principio de las cosas. En nuestra democracia, el voto es un derecho y a la vez un deber, pero no una obligación. Esto tiene una profunda raíz teórica y filosófica, y toda explicación admite que no-votar es una opción tan legítima como votar. Es decir, en el ejercicio de la libertad, cada cual optará por votar o no hacerlo.
Si usted vota a conciencia, convencido que es un deber ciudadano, estará en el terreno correcto. Si usted vota en una operación de compra-venta, o por cualquier otro interés insano, estará en el terreno contrario. Desde esa perspectiva, el voto adquiere una dimensión ética.
¿Qué pasa con quien no vota? ¿Estará ejerciendo la libertad que le privilegia la democracia? ¿Estará haciendo uso de un derecho? ¿El no-votante es el “ateo” de la democracia? ¿Está abusando de la libertad? ¿Está dilapidando un derecho?
Interrogantes de este corte podemos seguir agregando, y de paso consultar a un tratado filosófico, pero en todo caso, no-votar es una opción válida y cualquiera se puede acoger a ella.
Volviendo a lo terrenal, hace dos años fuimos a las urnas en un plebiscito por los acuerdos de La Habana; este año acudimos a ellas por las parlamentarias, la primera y segunda vuelta presidencial, y más recientemente, por la consulta anticorrupción. (Hay que agregar las frecuentes “atípicas” para elegir alcalde de Cartagena). Es decir: elecciones ordinarias de congresistas y Presidente, y dos mecanismos de participación, que no son corrientes sino excepcionales.
Todo esto para expresar mi disentimiento con quienes han lapidado en redes sociales a los que no votaron la consulta anticorrupción. Al margen de sus bondades, indiscutibles e incuestionables, no podemos olvidar que la consulta se hizo en una sociedad donde la abstención es mayoritaria, y donde la educación en política ha sido minúscula.
La abstención es una realidad, penosa o dolorosa, que no desaparece por el ímpetu de una consulta. Disminuirá en la medida en que nos eduquemos, y cantaremos victoria cuando los votantes superen el 75% y la abstención sea una especie extinta, y no nos lamentemos porque no pudimos llegar al 33% de un umbral. Lastimosamente, la regañadera y las descalificaciones no educan. El regaño es como esa calle pavimentada, que con tres aguaceros y el paso de cuatro camiones, vuelve a ser trocha. La lapidación democrática de los no-votantes tal vez sea un desahogo sicológico, pero no aporta ninguna solución, y desdice de la calidad de “demócrata” de quien lapida. Al abstencionista, como al menor de cinco años, hay que educarlo. Educar, educar, educar, he ahí el descubrimiento del agua tibia.