Una cumbia para Rocío Jurado – Crónica de John Zamora

Considerada “La más grande” cantante española de todos los tiempos, idolatrada en su país, asediada por la prensa del corazón, este mes cumpliría 70 años. En Cartagena de Indias encontró refugio a la fama y vivió dos de los momentos más intensos de su vida: la cornada casi mortal de su amado José Ortega Cano, y el último viaje al exterior cuando un cáncer comenzó a ganarle la batalla. Esta crónica del director de Revista Zetta, John Zamora, retrata sus temporadas en nuestra ciudad.

ROCIO 1

En plenitud de su amor, la pareja en el patio de cuadrillas de la plaza de toros Monumental Cartagena de Indias.

Por JOHN ZAMORA (Fotos Archivo John Zamora) Cartagena de Indias, 17 de septiembre de 2014.- El inusual desbordamiento de las mansas aguas de la bahía de Cartagena de Indias tuvo un origen ajeno a las corrientes del mar Caribe. Era una especie de tsunami angelical, inmenso y dulce, pleno y voluminoso, de fina delicadeza. Era una voz. La de Rocío Jurado.

Esa inundación ocurrió a finales de enero de 1995, una noche de aquellas donde la luna pletórica de luz parece alentar la suave brisa que viene desde el horizonte, y agita con cadencia las palmeras de nuestro gran Caribe. La gran mesa de un salón del desaparecido Restaurante de Doris Chalela, ubicado frente a la Bahía, a la salida de Bocagrande, estaba encabezada por Rocío y su prometido, José Ortega Cano. Puedo decir que estaba realmente feliz. No de otra manera se podía cantar así.

CANO 1

«Buenmocito», de Mondoñedo, infiere la grave cornada a Ortega Cano.

Se trataba de una cena de despedida y agradecimiento a varias personas de esta ciudad, quienes se convirtieron en su familia por algunas semanas, luego de la gravísima cornada que Buenmosito le causó a José el 6 de enero en nuestra plaza de toros Monumental Cartagena de Indias. Era un novillote de Mondoñedo, que en un infortunado resbalón con el capote, lo prendió por la base de la espalda.

La verdad es que la presencia de Rocío Jurado pasaba inadvertida hasta ese día. La prensa nacional estaba atenta a la actuación de Ortega Cano. Su nombre gozaba de un aprecio singular por las gestas taurinas que por aquellas calendas colindaban con las de nuestro César Rincón. Todavía se recordaba la tarde del mano a mano de la corrida de Beneficencia en Madrid. ¡Qué buenos años, qué faenas!

CANO 2

A la salida del quirófano en el Hospital Universitario de Cartagena.

De inmediato saltaron brazos y capotes al ruedo, y en la mirada angustiada de Ortega Cano se adivinaba la gravedad y el dolor de la cornada. Como ocurre en estos casos, unos con el toro y otros a la enfermería con el herido. Y los demás, a comerse las uñas y rezar.

“¡Al Universitario!

Mi inexperiencia en estas situaciones no afectó las decisiones en la conducta periodística. No se por qué ningún otro periodista saltó conmigo desde el burladero del callejón a la puerta de la enfermería a ver qué seguía. Conocía al personal médico y nunca los había visto trabajar tanto y con tanta preocupación. La cosa era realmente seria, hasta el punto que apuraron al conductor de la ambulancia para que estuviera listo. Le pregunté a una enfermera: -¿A dónde lo llevan? Y me respondió: “Al Universitario”.

El Hospital Universitario de Cartagena se encuentra muy cerca de la plaza de toros, y aunque no estaba en su mejor momento –los demás fueron peores hasta el cierre (corrupción política)- contaba con los servicios necesarios para atender un caso de esta gravedad.

CANO 4

Posteriormente fue trasladado al hospital de Bocagrande.

No dudé en salir corriendo antes que la ambulancia, buscar pronto mi vehículo y correr al Hospital. Al llegar ya el torero estaba ingresado en la sala de Urgencias y en medio de la barahúnda pude llegar hasta el umbral del quirófano. Luego llegó Victorino Peña, su mozo de espadas, con una toalla blanca en su hombro, rostro pálido y frases de autoconsuelo. “Fue peor la de Zaragoza”, me dijo.

Del quirófano salió alguien con unas muestras rumbo al laboratorio. Nada nos dijo.

De pronto, irrumpieron dos acongojadas mujeres, abrazadas en su dolor, llenas de preguntas, desbordantes de angustia, tratando de controlar su indómito llanto. Eran Rocío Jurado, su novia en ese entonces, y Doña Juana, la madre del torero. Me imagino que seguían la corrida por la radio y corrieron a tomar un taxi. Me imagino que el trayecto entre Bocagrande y Zaragocilla, donde está ubicado el hospital, se les hizo mas largo que cualqueira de las travesías de Colón. Pero no importa. Lo importante es que estaban allí, del otro lado de la puerta donde los médicos Gustavo García y Antonio Martínez Pizarro ponían a prueba los límites de la ciencia para salvarle la vida a esta hombre.

CANO 3

Los médicos Carlos Val Carreres, Gustavo García Fernández y Antonio María Martínez Pizarro acompañan a Rocío Jurado.

Me sentí en la obligación de decirles palabras tranquilizantes. Las abracé y les dije que el equipo médico era formidable, que alguien había salido al laboratorio, y que todo saldría bien. Le entregué mi pañuelo a Rocío. Creo que no tuvo tiempo de pensar en eso. Y ella y doña Juana siguieron llorando, abrazadas, angustiadas, esperando que alguien saliera del quirófano a darles noticias.

El paciente fue llevado a la Unidad de Cuidados Intensivos. Había que esperar la evolución. El pitón había desprendido un pedacito de una vértebra. Había horadado la vena cava. Había causado destrozos serios. Pudo haber muerto. Pudo haber quedado parapléjico. Había que esperar. Fue una noche eterna.

CANO 6

La tarde en que le dieron el alta, Rocío Jurado y doña Juana, la madre de Ortega Cano.

La recuperación de José

Hombre fuerte, hombre luchador, Ortega Cano se salvó de esta. A los pocos días fue trasladado al Hospital de Bocagrande, una entidad privada donde podrían brindarle una atención más personalizada y con mayores restricciones a extraños (periodistas). Hasta trajeron al doctor Carlos Val-Carreres de Zaragoza, quien atinó a expresar que todo el procedimiento había sido de la más alta calidad médica.

En fin. Poco a poco los rostros fueron cambiando de semblante. Una mañana nos dijeron que el torero había dado sus primeros pasos sin ayuda de nadie. Y luego nos permitieron hablar con él. En los pasillos la figura de Rocío Jurado era familiar. La verdad, siempre me pareció una señora muy bien educada, muy amable, algo desconfiada –y con justa razón-, cálida, bromista, de aguda inteligencia. Resultaba imposible mirarla a los ojos sin hablarle con sinceridad.

CANO 7

Inmensamente agradecido, el matador regresó al hospital a dar su agradecimiento al personal médico.

Dejaron el Hospital a sabiendas que harían falta. Fueron días donde se ganaron el cariño de todos, aunque hay que decir que los cartageneros van repartiendo cariño a priori. Así que José, Rocío y todos tenían de antemano el aprecio generalizado. Además, eran ¡José y Rocío!

Al preparar su regreso a España, ofrecieron la cena donde me convencí de la grandeza de Rocío Jurado la noche en que las calmas aguas de la bahía de Cartagena se desbordaron con su canto.

Fue algo inesperado. Simplemente sucedió. Todos hablaban, bromeaban, cenaban, fumaban, bebían vino, reían. Rocío no cesaba de mirar a José, de decirle cosas, de susurrarle tonadas, hasta que algún susurro se escapó de entre los dos y quedó en los oídos de los demás. Congelados de dicha, hicieron silencio para que el celestial susurro de Rocío fuera in crescendo. Sonriente, el tono fue subiendo, y vino una y otra canción. Un repertorio inagotable. Un auditorio privilegiado. Una voz que brotó de la imborrable felicidad de su dueña para deleitar al espíritu. De verdad, estaba feliz. Como felices las brisas del Caribe.

Un encuentro inesperado

CANO 11

Rumbo al avión que los llevaría a Madrid, se encontraron con Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha.

Al viajar a España, Rocío y José tuvieron un encuentro de esos que sólo suceden en Macondo: caminando junto a ellos, rumbo al avión, en la plataforma del aeropuerto Rafael Núñez, apareció de la nada el mismísimo Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes Barcha. Efusivo saludo y animada conversación, que siguió durante las largas horas de viaje, hablando mucho de toros -que tanto le gustaban a Gabo-, de España y de la vida.

Tal parece que tanto a Rocío como a los vientos del Caribe les quedó gustando el encuentro, porque un par de años después sucedió de nuevo, claro está, en otras circunstancias.

Ya José y Rocío se habían casado en Yerbabuena, a donde invitaron a los médicos García y Pizarro, y volvieron al ciclo taurino eneril de Cartagena de Indias.

La tarde seguramente fue de orejas, y aunque José no actuó, estaba acompañado de todo el clan taurino que vino por aquellos días, encabezado por su apoderado Manuel Corbelle y el matador Antonio José Galán (QEPD), quien no cesaba de demostrar la adoración que sentía por su comadre.

Pasada la media noche, y pasadas muchas copas, sentados al borde de la piscina del Hotel Caribe, estaba todo el grupo. Galán, loco como siempre, de pronto apareció con diez botellas de champagne, haciendo maromas para traerlas todas al tiempo sin que cayera ninguna.

Rocío, a quien siempre vi verdaderamente feliz al lado de José, estaba emocionada y comenzó a cantar. Creo que todos estaban esperando ese momento. Hasta me invitó a alternar con ella en un estribillo muy colombiano: “Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla”. Y cantó una y otra canción.

ROCIO 2

Luego de someterse a tratamiento contra el cáncer en Estados Unidos, la artista lució espléndida al llegar a Cartagena.

Diez años después del primer encuentro, el 16 de abril de 2005, volví a verla en Cartagena de Indias. José vino a un festival benéfico y llegó junto con Rocío. Él, vestido de elegante traje corto andaluz. Ella, impecable: cabello rojizo, gafas oscuras, pantalón negro y chaqueta azul marino con cuatro bolsillos delanteros, su bolso colgando del hombro derecho, tres rosas en sus manos y lo más impactante: una sonrisa genuina. De verdad estaba a gusto. De verdad sonreía porque su espíritu estaba alegre. Se tomó fotos con todos y se fue a su puesto bajo la barrera (la plaza de Cartagena de Indias tiene un palco de callejón), a donde llegó José para brindarle la lidia y muerte de su novillo. No niego que más de un desprevenido recordó la cornada de Ortega Cano, cuando lo realmente importante era la presencia de Rocío.

Era su primera salida fuera de España luego de un largo tiempo bajo el tratamiento contra el cáncer. Lucía espléndida. Atendió varios compromisos, fue a cenar allí, vistió allá, almorzó acullá, y en todas partes no dejó de sonreír, con una sonrisa que era todo un canto. Nadie esperaba que cantara de otra manera. Fueron solo unos días, pero resultaron reconfortantes para su espíritu.

Ahora que todo terminó, que han acabado los días difíciles de la internación en un hospital, de las intensas medicaciones, queda recordar a una artista que cantó con el alma desnuda. Por eso fue feliz. Por ella España tuvo felicidad y su familia encontró felicidad en ella.

ROCIO 4

En la barrera de la plaza de toros, aplaude a su esposo, que volvió a Cartagena de Indias para participar en un festival taurino benéfico.

Rocío: seguirás cantando mientras aquí en el Caribe entonamos una cumbia para ti.

 

* María del Rocío Trinidad Mohedano Jurado (Rocío Jurado) nació en Chipiona, Cádiz, España, el 18 de septiembre de 1946 y murió en Madrid,  el 1º de junio de 2006.

* José Ortega Cano se encuentra en prisión por homicidio en accidente de tránsito. Tuvo dos hijos adoptados con Rocío: José Fernando y Gloria Camila. Recientemente tuvo un hijo, llamado José María, con su nueva compañera, Ana María Aldón.