Por Álvaro Royo (Especial para Revista Zetta).- (Xiamen – China).- Una de las ventajas de no estar casado con una línea de opinión es que puedes escribir de lo que te dé la gana, obviamente cuidándote de informarte bien sobre determinado tema, y, en estos tiempos donde la información fluye como cataratas infinitas, somos afortunados de tener tanto a la mano, que 80 años que es el promedio de vida nuestro seguro no serán suficientes para leerlo y disfrutarlo todo aun si le dedicáramos unas 10 horas al día durante todo el año.
Son tantas y tantas las cosas que quisiera escribir para la inmensa minoría que me lee que a veces entro en conflictos internos que me hacen complicado decidir y entro en un estado de inamovilidad profunda donde me niego a rayar sobre actualidad y todo lo que esta representa para mí , entonces mando pal carajo todo y me clavo en picada a escudriñar en sentimientos y situaciones del pasado que te marcaron, pero si nos ponemos a darles un repaso, hay cosas que descubrir para crecer y sufrirlas nuevamente, como un niño, o como un adolescente, pero volver allá para exorcizar esos demonios que te asustaron y quizás no te dejaron dormir, o vivir, y en cambio te provocaron pequeñas muertes de las cuales saliste adelante, con raspaduras en el alma y moretones en el espíritu, pero aquí seguimos.
Los cambios hormonales que comienza a sufrir un niño por allá alrededor de los 13 años, algunos más tarde o más temprano que otros, es como un campanazo en el cerebro que te pone todo patas para arriba, por esos días te das cuenta que los juguetes ya no son tan divertidos, que jugar con otros niños se te hace aburridísimo y en cambio comienzas a mirar cosas que antes no mirabas y de repente físicamente los otros también cuentan y te comienza a gustar aquella o aquel que antes solo se te ocurría pelear por un juguete o darle un manotazo.
Las relaciones interpersonales comienzan a tomar otro color, empiezas a ver todo tan diferente y se acaba esa tranquilidad y seguridad que te daba la niñez para entrar en un territorio totalmente desconocido, inseguro y peligrosísimo por todo lo que no conocemos de este y a lo que nos va a enfrentar que desconocemos, es un monstruo hormonal que nos supera en tamaño y proporciones, es más grande que nuestro cuerpo en formación, es despiadado y tormentoso, indomable e impredecible, muy cambiante.
Por eso no puedo describir lo que se empieza a sentir durante ese periodo de nuestra vida si no como de indefensión y desolación.
Mirémoslo así, son pocos los que tuvieron la suerte de nacer y criarse en el mismo barrio y en la misma ciudad, por cuestiones económicas o de trabajo la familia se mueve, cambia de lugar y eso al niño y al adolescente lo confunde, y lo enriquece a la vez, pero allí esta uno, mirando lejos y dejándose arrastrar y muriéndote de dolor porque se quedan los amigos, la calle y el vecindario que te era familiar y se hace más visible tu vulnerabilidad.
No tener poder de decisión cuando eres niño parece más que obvio pero eso no te libra de sufrir las decisiones de los otros, tus padres y tus familiares, cuando te dejaron viviendo en casa de una tía o te enviaron a estudiar a otra ciudad, el sentir llorar el alma en la soledad por no tener a tu madre o a tu padre en el mismo espacio contigo se hace más evidente cuando los ves luego de meses y corres llorando a abrazarlos pidiéndoles internamente desde lo más profundo de tu corazón que no te vuelvan a dejar pero es en vano porque tu no decidías y tu opinión no contaba.
Aún hoy recuerdo la espalda de mi madre cuando me dejó a merced de lo desconocido en primero de primaria, y aunque me agarraba durísimo de su pierna y no la dejaba caminar, todo fue en vano, me dejó allí y se retiró mostrándome una sonrisa, sonrisa que hace unos años descubrí que era solo para tranquilizarme porque cuando dejé a mi hijo Daniel en primero de primaria, también se agarró de mi pierna repitiendo la escena de aquellos años, lo dejé rodeado de enemigos y misterios nuevos, y yo reía también para tranquilizarlo, mentira pero de dientes para fuera porque su llanto y ojos de miedo me arrancaban el alma a pedazos, los mismos cuchillazos en el corazón que ha debido sentir mi madre cuando cobardemente me dejó en la misma situación a mí también.
Nuestra sociedad hiere al educar, las familias hieren a sus miembros al hacer y seguir las normas de la sociedad, y nos herimos cuando herimos solo porque creemos que es así, por seguir esos dogmas que hemos tomado como leyes de vida.
Me he preguntado muchas veces quién sufre más cuando de reprender a los hijos se trata. ¿El padre o el hijo? Yo no sé.
A mí cuando niño me dieron durísimo y recuerdo que se me olvidaba pronto, pero cuando erróneamente en el pasado reprendía a mis hijos tengo que reconocer que me hacía más daño a mí que a ellos, el shock me duraba semanas, y aun luego de varios años no puedo evitar arrepentirme de los golpes dados, parece que me hubiera pegado yo mismo, siguen allí, atormentándome.
Y hay una bestia gigante que cada vez que recuerdo que la debo enfrentar me parte el corazón en varios pedazos muy pequeños. ¿Cuál? Esta, tener hijos entrando en la edad de la pubertad y adolescencia me hace como padre más vulnerable ante la vulnerabilidad de ellos, el día que los vea sufrir por alguien por amor no es algo que estoy seguro que esté preparado para enfrentarlo, fueron varias las veces que mi madre se mostró fuerte y sonriente nuevamente cuando me vio sufrir y llorar por otra persona, ese día que vea a mis hijos llorar por amor podre por fin entender y enfrentar a ese animal.
Podré entender qué sintió mi madre en esos días que me vio llorar, por amor, podré comprender su dolor y entender aún más la vulnerabilidad de hijos y padres, de esa conexión de sufrimiento y dolor que irremediablemente nos une y que solo desaparece y se supera cuando ambos dejan de existir y parten de este mundo.
Como siempre allí está mi email al pie de página para los que quieran escribirme sus opiniones acerca del tema y como mucho gusto les responderé
¡Un abrazo!
Álvaro Royo Bárcenas
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