Por Horacio Cárcamo Álvarez (Especial para Revista Zetta 20 años).- Me cuento entre quienes consideran que el confinamiento de las últimas semanas ordenado por el gobierno nacional para evitar la propagación covid-19 no nos ha resultado difícil. De hecho si no fuera por lo de obligatorio y la carga emocional ocasionada con tantas noticias sobre la fiereza con la que se ha ensañado la pandemia en la especie humana ni me hubiese percatado. No recuerdo desde cuándo, y creo de eso ha transcurrido un buen rato, me fui enclaustrando cada vez más hasta el punto de minar significativamente el entusiasmo despertado desde muy entrado en juventud por las fiestas bulliciosas y de conglomerados, como festivales vallenatos, fiestas patronales, corridas de toros y conciertos entre otras, hasta el punto que ya no se encuentran entre mis preferencias comunicativas de vida social.
De este aislamiento me molesta el carácter obligatorio, y a pesar de tener conciencia de su imperiosa necesidad para salvar vidas y la salud pública de la nación, no dejo de preocuparme por los excesos en los que pueda incurrir el ejecutivo que afecten de manera directa el funcionamiento íntegro de la democracia. De las facultades excepcionales a la tiranía solo hay un paso.
Siempre me ha resulta difícil hacer las cosas si estas se defienden con los argumentos de la imposición, aunque algunas veces, lo confieso, cuándo me ha tocado escoger entre la felicidad o tener la razón a más de las veces me he inclinado por la primera. Soy rebelde, la vida me hizo así, como en la canción de Manuel Alejandro, sin causa en ocasiones, pero rebelde cosa mala para quien tenga interés en ascender en cualquier empresa.
La rebeldía promovida por la convicción del análisis conlleva a opinar y los puntos de vista no pasan desapercibidos cuando alteran el unanimismo generando en el statu quo prevención. Un antiguo proverbio a través del cual se expresa el poder de la palabra en la dialéctica de la historia sentencia que se es esclavo de lo que se dice y dueño de lo que se calla. A algunos se nos hace difícil callar y más cuando el silencio no es la respuesta al asentimiento en el dialogo o la contundencia del discurso político. Si por eso hubiese que enjuiciar en el estrado algún cómplice no vacilaría en considerar como primer sospechoso a los libros. Leer y no opinar es como comprar una muda de ropa para no estrenársela y solo alardear de ella en el baúl con el olfato saturado de olor a naftalina. El conocimiento debuta en la controversia donde se luce la fogosidad de la palabra a través de la cual se edifica la libertad de los hombres.
Los libros son verdaderos amigos siempre están allí, pendientes de nosotros, atentos a nuestro interés y ahora en el confinamiento han resultado de gran compañía. Cada uno de ellos, además de su narrativa temática, nos recuerda una historia en lo personal; hipótesis, reflexiones o frases que trascendieron a sus autores y se convirtieron en patrimonio inmaterial del tiempo. En este mes algunos de ellos bajaron del anaquel al repaso y la expectativa de tenerlos de nuevo en las manos se mantuvo intacta en la exploración de sus páginas e igual a la felicidad que experimentamos cuando volvemos a vernos con ese amigo, que aunque ha permanecido indemne en los afectos, lo habíamos perdido de vista por esos avatares a veces incomprensibles del devenir.
Son los sabios de la tribu. En el libro desde el Sutra del Diamante, el más antiguo y venerable, varios cientos de años más viejo que la Biblia siempre se han encontrado las respuestas a lo que sucede y por qué sucede. Nos ayudan, como lo expresa vera grabe en su autobiografía “Razones de Vida” a ubicarnos para caminar en el mundo. Mejores fueran los dirigentes si los consultaran porque en el conocimiento está la clave para transformar las sociedades. Precisamente las primeras revoluciones no violentas se dieron cuando los gobernantes absolutistas comenzaron a aceptar las ideas de la ilustración y admitir que la superstición y la ignorancia se podían combatir con la razón y la sensatez.
Ahorita, en tiempos del covid-19, me reencontré con algunos de esos amigos de la mocedad, compañeros en el viaje de las utopías universitarias a quienes había dejado de frecuentar; tal es el caso de Siembra Vientos y Recogerás Tempestades (primera edición 1982), de Patricia Lara, los Miserables, de Víctor Hugo y Bolívar Pensamiento Precursor del Antimperialismo. Los tres, cada uno en su modalidad tienen en común el reproche a las injusticias. Esta vez no los pude evitar. Volví a escucharlos y a comprender una vez más la inmortalidad de las ideas, la fragilidad de los hombres y de los sistemas políticos excluyentes cuando la peste de la corrupción, las infectocontagiosas o las dos a la vez coinciden en el ataque. Quizás por eso el presidente Duque trato a los gobernadores o alcaldes de los sobrecostos en los mercados destinados a aliviar el hambre en los sectores más pobres y vulnerables como “bandidos de la peor ralea (…), ratas de alcantarilla”; estas últimas son otra peste.