Ese día irrumpió en la redacción de El Universal poco antes de las siete de la mañana silbando La Aventurera, el famoso porro de Pablo Flórez Camargo, su paisano de Ciénaga de Oro (Córdoba), mientras miraba embelesado la carimañola de carne recién hecha que llevaba en la mano derecha. Después de terminar la melodía, me miró sonreído y le metió un mordisco al frito, aún caliente, y mientras masticaba hablaba con la mirada, escudriñando lo que estaba a mi alrededor. Tomó un sorbo del café recién hecho de nuestra apreciada Carola para decir algo, pero Héctor Hernández Ayazo (F), quien fungía como director del periódico, lo interrumpió par mamarle gallo: “Germán, buenos días”. El Mono Mendoza se volteó de súbito y le ripostó: “El día pinta bien para unas frías”. Héctor sonrió, mientras le daba una palmada por la espalda y le advertía: “Está muy temprano”.
Ese día Germán Mendoza Diago, el subdirector de El Universal, lucía una camisa a cuadros amarillos y negros, jean ancho y zapatos casuales, acompañado de su sonrisa de protocolo, de oreja a oreja. Era viernes y estaba de buen humor, lo cual era común. Ya había cumplido un año en el periódico y nos habíamos hecho amigos, pues los dos teníamos mucho en común; pueblerinos, tomadores de cerveza, elocuentes y amantes de la buena literatura. Esa mañana hablamos de la crudeza de Trumán Capote, de Heminguay, Henry Miller y de otros autores porque se había conocido que en San Estanislao de Kotska habían amarrado a una bruja, que iba tras el amor de un pescador, con hilo de coser. Fue mi amigo entrañable Andrés Frías Utría, quien corroboró la inverosímil historia, de acuerdo con el chisme que corría con la velocidad del viento en el pueblo. Mendoza me lanzó a buscar esa historia para contarla. Así que una vez llegó el conductor de turno, Obdonel Melendez (Omega) me mandó para Arenal a cubrir el inusual hecho. Confieso que estaba incrédulo, pero así me fui. El viaje demoró casi una hora, en un campero Chevrolet Samurai, recién comprado, y cuando llegamos al sitio pude ver a la mujer diminuta, famélica, vieja, de pelo canoso, y de cara triste y arrepentida, amarrada con hilo de coser, del delgadito, en una viga de un cuarto de la casa de palma donde fue hallada a punto de hechizar a su amado. La mujer hacia lo imposible por soltarse, pero no podía. Entonces llegó un señor de unos 70 años, zángano reconocido en la zona del Dique, entró al cuarto, dijo unas palabras y cuando abrió la puerta, dicen los que estaban cerca, la mujer salió volando convertida en un diminuto insecto. Cuando llegué a la redacción le conté a Mendoza y, entonces, me dijo: Escribe. Así lo hice y, aunque no todos se convencieron porque el gran Eduardo Herrán Garavito, no pudo captar la foto, los lectores respondieron positivamente, pero confieso: no pude ver a la bruja volar, pero si vi el cuarto vacío y una telaraña de hilos de cocer sin romperse.
A lo largo de 18 años vi diariamente a Germán Mendoza Diago, caminando por la redacción, mamando gallo, alentándonos a escribir y dando catedra de buen periodismo. Puedo decir que el episodio de la bruja no nos convenció, pero me enseñó a escribir de lo que observaba, a contar la verdad, lo que pensaba la gente, a pesar de lo disímil que fuera. Ese era el fin del oficio. Después de ese episodio nos volvimos amigos, entrañables.
Tuve la dicha de ver crecer a sus hijos, Gustavo y Santiago, corriendo por la redacción del diario, sobre todo los sábados y de tomar cerveza cualquier día, después de terminar nuestro trabajo.
Los días en El Universal eran largos, y pese a que los sueldos no eran los mejores, éramos felices; y a todo le sacábamos punta. Por ejemplo, un diciembre llegaron unos sobres cargados a la redacción que traían los nombres equivocados: Gustavo Tapias, Anibal Peran y Germán Mondaza. Hasta ese día dejo ser Mendoza. ¡Paz en tu tumba!
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