Por Manuel Lozano Pineda (Especial para Revista Zetta 20 años).- Tenía 15 años cuando sentía que la actuación era lo mío. Ya había identificado que era una de mis pasiones de adolescente y soñaba con dedicarme a eso, al teatro.
Para esa época había tenido en Comfenalco, el colegio donde estudiaba, una experiencia traumática cuando el profesor de esta materia no me tuvo en cuenta para un papel importante en “Sueños de una noche de verano” de William Shakespeare.
Insistí con timidez en los ensayos, estuve atento esperando que alguien no pudiera seguir asistiendo. Pero no, nadie falló. Lo máximo que hice fue aprenderme el único y brevísimo parlamento de un personaje, del cual era el segundo suplente.
“Silencio, escucho pasos, alguien se acerca por la espesura del bosque”, lo había ensayado tanto que soñaba con ganarme esa oportunidad; pero qué va, fui muy optimista en esperar que dejaran de ir el titular y su primer suplente.
Me duró un año el resentimiento de adolescente, hasta cuando sacaron al profesor que había frustrado mi gran debut en el teatro. Al colegio llegó el nuevo instructor, un joven alto, delgado, amable y de buen humor.
En aquel entonces en el grupo habían unas 10 personas aproximadamente. Las clases empezaron, entre otros temas, con técnicas de respiración y como proyectar la voz. Para mi era muy familiar porque Carlos, mi padre, ya me las había enseñado en casa. El profesor, Alberto Borja, se dio cuenta de mi interés y de lo atento que estaba a sus instrucciones.
Alberto era humilde; se reía paternalmente con sus estudiantes. Cada encuentro con él era un descubrimiento de cómo narrar desde los gestos, la voz y el movimiento del cuerpo. A las pocas semanas, llegó a contarnos que íbamos a montar el “Parlamento de Ruzante que vuelve de la guerra” del italiano Angelo Beolco.
Me alegré y recuerdo que me entusiasmé tanto con el montaje que no dudó en ponerme como protagonista. A las pocas semanas el grupo se redujo, de los diez se fueron tres; luego, los ensayos aumentaron y sin darnos cuenta solo habíamos quedado cinco. Poco tiempo después asistíamos tres: Rafael Puello, Fátima García y yo.
Me empezaba a preocupar, pero seguía adelante. Y para Alberto eso no era problema.
Días después, Rafael Puello dijo que no iría más. Yo miraba preocupado al maestro esperando sus directrices. Él era paciente. “Continuamos con dos actores, no hay problema”, afirmó el “profe”.
Las clases siguieron y Alberto como si nada. Yo creía en él. Así que el montaje no se detuvo. A los pocos días de la renuncia de Rafa, Fátima dejó el grupo. Ahora sí tenía todas las razones para angustiarme, pero esperaba lo que el maestro dijera: “No hay lío”, dijo.
Alberto me retó y me preguntó que si yo era capaz de hacerlo: ¿de interpretar los tres personajes protagonistas?. Obviamente mi respuesta fue “acepto”.
Desde ese día y durante un mes, en mi casa, caminando una y otra vez desde la puerta de entrada hasta la puerta del patio, y libreto en mano, ensayé los textos hasta que sentí que los dominaba, fue tanto el ejercicio que una hermana menor, Ángela, se aprendió varias de las líneas.
Así fue que conocí a Alberto Borja, un hombre entregado e inteligente para las artes escénicas. Un líder, un joven generoso que vivía de lo que le gustaba. Lo recuerdo como un “sensei” del teatro.
Me quedé con la imagen de haber encontrado a alguien que coincidía con mi pasión en la actuación y que me había contagiado de su disciplina. Después del montaje, no lo volví a ver.
Dos años después, cuando me tocó decidí estudiar una profesión; tenía como opción el teatro y la comunicación social. Mi hermano mayor, mi padre, y mis lecturas de lo que escribía Daniel Samper Pizano me hicieron inclinar por el periodismo.
Ya en Bogotá, como universitario, entré a hacer mis prácticas profesionales en el Camerín del Carmen, un teatro en el tradicional barrio de La Candelaria; en medio de mis ocupaciones tenía la responsabilidad de promocionar las obras que allí se estrenaban. Y por esos días estaba próximo a presentarse “I took Panama”, un clásico montaje del TPB. En su primera función, me senté en las filas de atrás del Camerín, y a los pocos minutos de empezar la obra, en el escenario, volví a ver a Alberto. Mi emoción me hizo correr a las primeras filas. Al final, lo abordé para expresar la alegría de verlo, hablamos poco y nos despedimos.
Pocos años después, trabajando para El Universal de Cartagena, cubriendo cultura, volví a coincidir con él en el Centro de Convenciones en una presentación que se hizo de la misma “I took Panama”. A partir de ese momento empezamos a conversar con más periodicidad. Ya estaba con Dora Malo, su leal y talentosa esposa; Alberto parecía haberse multiplicado con ella. Una bella pareja incondicional con el teatro, que se la pasaban creando y proponiendo proyectos permanentemente; un dúo valiente, crítico y frentero. Esposos que no solo predicaban y cuestionaban sino que hacían. Unos gestores que la ciudad no supo valorar. Un par de seres humanos que lo dieron todo por su trabajo y sus hijos. Su casa en el Pie de la Popa la convirtieron en un fuerte para batallar por las artes escénicas.
Allí fuí varias a veces disfrutar de sus montajes, en su casa tuve la primera sede del primer festival Voces del Jazz. En su hogar reconfirmé el sentido que tiene trabajar en lo que a uno le gusta. Alberto y Dora, dos gladiadores en Cartagena que inculcaron a cientos de niños, jóvenes y adultos el respeto por el teatro y la gestión cultural.
Cada una de mis visitas a Alberto y a Dora era una terapia; se hablaba de la ciudad, sus líderes, del teatro en Cartagena, nos burlábamos de nosotros; se compartían sueños y se conversaba del futuro de los hijos; del personaje de “Eutropia” cuando decidió jugar a hacer candidata a la Alcaldía; y sobre todo, del agradecimiento por uno de los momentos más fuertes y agradables que tengo en la memoria de mi adolescencia: del estreno del “Parlamento de Ruzante que vuelve de la guerra” del italiano Angelo Beolco.
Borja confió en mí. Me dijo que sería divertido que hiciera la obra yo solo. Fueron semanas ensayando, mejorando las técnicas, conversando sobre teatro. Y cuando llegó al estreno en la biblioteca del colegio: lleno total, habían tres salones: cuarto, quinto y sexto de bachillerato juntos. Rafael Puello y Fátima García estaban ahí.
Alberto hizo la presentación y contó con generosidad lo que había sucedido con el montaje; eso me engrandeció. Después del anuncio, salí al escenario. Hice los tres personajes y me divertí como un niño; me emocioné diciendo cada parlamento, saboreaba cada línea. Tenía en la memoria más de quince páginas de la obra. Lo disfruté. Me acordaba de sus recomendaciones. No quería terminar. Un poco menos de una hora duró la obra. Al final, aparecieron los aplausos; los recibí como Alberto me lo había enseñado, así como era él, con humildad, nobleza y respeto.
Me quedé con las ganas de hacer cine con Borja, hicimos muchos planes y siempre me decía que sí, que contará él. Fue incondicional.
Alberto, gracias por todo. Y a Dora y a sus hijos, desde la distancia los acompaño en el dolor de su partida, de seguro con ustedes el legado de Alberto seguirá. “¡Qué viva el teatro!”.
Nota de la Redacción: El maestro Alberto Borja falleció el domingo 28 de junio en su natal Cartagena de Indias, en un centro asistencial, víctima de algunas complicaciones luego de ser intervenido quirúrgicamente por problemas coronarios. Estudió en la Escuela Nacional de Arte Dramático en Bogotá y participó en diversas obras bajo la dirección de maestros como Santiago García J. Con más de 30 años de experiencia en las tablas, fue actor de diferentes grupos de teatro como TPB (Teatro Popular de Bogotá), El Local, Centro García Márquez, El Comején y el Teatro Experimental de Cartagena. También se destacó en la televisión participando como actor en producciones del Canal Caracol y RCN. Fue uno de los mejores actores y cuenteros, y creó el Festival de Cuentería de Cartagena y el Concurso Estudiantil de Narradores Orales, el más legítimo laboratorio y semillero de futuros actores y actrices. Fue Gran Lancero de las Fiestas de Independencia del 11 de noviembre de Cartagena, en el año 2008 junto a Lourdes Murillo y representó a Colombia en España, Venezuela, México, Nueva York, Ecuador, entre otros destinos de su quehacer cultural.
REVISTA ZETTA extiende una voz de condolencia a su familia y agradece al periodista Manuel Lozano por brindarnos esta semblanza.