Por Edgar Osorio (Especial para Revista Zetta 20 años).- En nuestro país, el legislador, los fiscales, los jueces, el presidente y todos los que integran los tres poderes públicos tienen la obligación de respetar la legalidad del delito y de la pena, así como la separación de poderes, porque son características del Estado Social y Democrático de Derecho adoptado por el artículo 1º. de la Constitución Nacional.
Llamo la atención sobre la importancia de uno de los más valiosos límites del ejercicio del poder estatal, como es el principio de legalidad del delito y de la pena, porque garantiza que los fiscales y jueces no puedan imputar penalmente una conducta que no esté previamente descrita como delito en el código penal, ni imponer pena distinta a la que esté definida para el delito. No es una formalidad ni un tecnicismo jurídico. Es un derecho sustancial del imputado, de las víctimas y definitorio de las libertades ciudadanas.
Como consecuencia de este principio es obligatorio encuadrar la conducta valorada en el tipo penal que la describa como delito, de acuerdo con lo que indiquen las evidencias recolectadas. Es decir, si X accedió carnalmente a Y de 13 años de edad, el delito a imputar es acceso carnal abusivo con menor de catorce años, pero si las evidencias demuestran que la conducta fue cometida mediante violencia, física o moral, el tipo penal será de acceso carnal violento.
Es un acto jurídico, no político; no es por facilidad o dificultad probatoria; se trata de adecuación típica legal. Es inadmisible el argumento de la dificultad probatoria de uno u otro delito o, peor aun, el de la eficiencia estatal equiparada a la imputación penal o encarcelación lograda de los presuntos autores del delito realizado, para imputar cualquier otro que no sea el legalmente cometido.
La sociedad está opinando sobre las conductas reprochables socialmente y pide intervención penal para todas, es su derecho, pero peligroso. Es tolerable que quienes no tienen la obligación de respetar el principio de legalidad del delito y de la pena opinen en ejercicio de su derecho de expresión, pero es inadmisible que los representantes de los poderes públicos, en ejercicio del poder punitivo, pretendan satisfacer esos deseos de encarcelamiento, sin respetar ese sagrado principio constitucional establecido en el artículo 29 desde 1991: “Nadie podrá ser juzgado sino conforme a las leyes preexistentes al acto que se le imputa…”.
La celeridad no es muestra de eficiencia punitiva, y menos si con ella la Fiscalía o los jueces arrasan con el principio de legalidad frente al acto evidenciado. Ejercer el derecho de castigar con esa creencia equivocada es ilegal y abusivo. Lo imperativo es la eficiencia estatal respetando los derechos y garantías expresados en la Constitución y la Ley.
*Abogado, Profesor universitario.