Por Ambrosio Fernández (Especial para Revista Zetta 20 años).- Según un informe de la Controlaría General de la República, Cartagena es, por detrás de Ibagué, la segunda ciudad de Colombia con más “elefantes blancos”, es decir, con el mayor número de obras inconclusas en las que regularmente se invierten miles de millones de pesos del erario y que difícilmente logran ponerse a disposición de los ciudadanos con todas las especificaciones u objetivos con el que fueron proyectadas.
De acuerdo con la Contraloría, que se ha dedicado a hacer un informe detallado en todo el país sobre los elefantes blancos, obras inconclusas y proyectos críticos, en Cartagena hay 34 de este tipo.
La ciudad es hoy un cementerio de elefantes y esos cadáveres insepultos son el recordatorio de la corrupción y la mala gestión y planificación de lo público. En los momentos más críticos del primer pico de coronavirus, los ojos estuvieron puestos en la precaria infraestructura de salud que tiene Cartagena, mientras obras inconclusas de puestos de atención hospitalaria, que hubieran sido un bastión importante en la estrategia contra la Covid-19, se caían a pedazos, se llenaban de maleza o eran desvalijados de a poco por otros amigos de lo ajeno.
Si las murallas son el símbolo de la valentía y el heroísmo del pueblo cartagenero en su lucha por la libertad, los elefantes blancos de la ciudad son monumentos a las décadas de malos manejos y crisis política en Cartagena. Así como cuando se entregan túneles, carreteras, hospitales, escuelas, entre otras, se entrega también una placa en el que se exalta a los responsables de las obras, el elefante blanco es como una lápida que recuerda que los sueños de mejora de la calidad de vida de una comunidad yacen ahí, casi entre ruinas.
En ese mismo orden de ideas y a propósito de la entrega del Túnel de la Línea, que vimos rematado con una monumental placa en la que se exaltan los nombres del gobierno nacional; sería interesante que cada que se entrega un elefante blanco, luego de años de despilfarro, corrupción y negligencia, también se hiciera una placa en la que se señalara en que año se iniciaron las obras, por cuantos gobiernos pasaron y las razones por las que esas administraciones no las entregaron. Las placas, ante todo, parece ser recordatorios a la vanidad y al ego de los nuestros gobernantes, teniendo en cuenta esto, si un alcalde, gobernador o presidente sabe que su nombre va a quedar para la posteridad en una obra que señalará una mala gestión, probablemente se van a afanar más para tratar de llevar el proyecto a un feliz término, entregarlo en los plazos pactados y blindarlo de la corrupción.
Ambrosio Fernández
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