Por Danilo Contreras (Especial para Revista Zetta) Cartagena de Indias, 03-02-21.- Partamos de esta cita contenida en el Discurso Fúnebre del gran Pericles de Atenas, pronunciado hace unos 2.500 años mal contados: “Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la cosa pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer”.
Me arriesgo a deducir de ese significativo aparte, que la deliberación es la cuestión central que define la democracia. Y no se trata de mera discusión, sino de aquella que permite a quienes participan, instruirse conforme a derecho, de lo que la sociedad debe llevar a cabo; vale decir, deliberación crítica que contrasta argumentos.
Quien delibera en estos términos reivindica su libertad, su autonomía, su dignidad y es natural colegir que solo poseen estos atributos ciudadanos que tienen garantizados derechos sustanciales mínimos.
Queda claro entonces que la deliberación es deseable en democracia, pues es lo que en últimas le da sentido al gobierno del pueblo.
Sin embargo cuando en la deliberación se prescinde de la argumentación para dar paso al lenguaje procaz y a la injuria, desaparece toda posibilidad de reflexión y de edificación democrática de la ruta que debe seguir una comunidad. Se pierde la brújula y nos encontraremos perdidos entonces en lo espeso y fétido de un oscuro barrizal.
Eso ocurre en Cartagena, en donde un arrebato maniqueo se ha apoderado tanto del bando gobiernista, como de la facción de oposición que persigue la revocatoria del Alcalde. “Somos los únicos honestos” gritan los unos, mientras que los otros se esmeran por acreditar lo contrario, en cualquiercaso, hermanados por la baja calaña de los argumentos que intercambian.
Justo en estos días, a propósitos de los percances descritos, me he fijado en un concepto que esboza el pensador surcoreano Byung Chul Han en su libro breve La Desaparición de los Rituales, y es lo que el autor denomina la “ética de la cortesía”.
Si no les parece ingenuo comentar sobre estas nociones ante lo áspero de las contradicciones de la ciudad de hoy, me permitiré resumir el asunto así: Las sociedades corresponden a reglas y estas van dando a la cortesía, una especie de ritual o forma que cohesiona. Sin embargo hoy, se tiende a negar las formas para moralizarlo todo, y agrega Han que la sociedad se embrutece en la medida en que nos volvemos hostiles a las formas. Estoy casi seguro de que Han no conoce estas playas ardientes, pero su especulación haría pensar a cualquiera, que tal vez se ha dado una pasada por acá en estos días de pandemia.
Sigue el autor afirmando que, cuando más moralizantes es una sociedad, más descortés se vuelve. Ante eso, Han reivindica la defensa de “una ética de las bellas formas”.
Yo imagino que sostener estas razones en medio de la lamentable audiencia programada por el Consejo Nacional Electoral en el marco del trámite de la revocatoria promovida contra el alcalde, habría provocado la ira, o quizás desconcierto en ambos bandos trenzados en un certamen de improperios que últimamente sustituyen las buenas razones.
El talante de Dau, (y me excuso por la exageración o el errado símil quizás) en no pocas ocasiones me ha hecho rememorar a un personaje histórico controvertido, Maximilien Robespierre, quien impulsando su personal concepción de la virtud termino imponiendo un régimen de terror y fanatismo que manchó la gloria de la Revolución Francesa. Sobre el estilo de algunos de sus contradictores, no creo que sea edificante hacer referencia.