Como si tuviera la incipiente ilusión de un novillero, o como si se levantara de la arena luego de una cornada, así salió de resuelto Espartaco enfrentar al segundo toro de la tarde de su reaparición en Cartagena de Indias.
Era el paréntesis de su retiro, tras los años de gloria suprema, donde fue el mandamás del toreo por años consecutivos, dejando una estela grabada en molde de oro.
Pero no era el momento de recuerdos. Era el presente. “Salvador”, un toro negro de 510 kilos, era su única opción para arañar un trocito de triunfo. La tarde transcurría carilarga, por la baja casta del encierro de Alhama, que comenzó a manifestarse en su primero, un toro manso y sin historia, que arruinó la ilusión de reencontrarse con su tauromaquia.
Ya Andrés Chica había alegrado la tarde en el primero, de El Capiro. Ya Sebastián Castella había cortado dos orejas, en el único que tuvo movilidad y algo de bravura en toda la tarde. Ya Luis Bolívar había pechado con un marmolillo infame. Ya la tarde se acababa y el sabor de la ovación no llegaba.
Salió el quinto de la tarde. Un toro con buena cara, de aceptable trapío, al que lanceó con suavidad pese a su hosca embestida, desconfiada y huidiza. Que fue al caballo sin emplearse, como toda la corrida, evidencia de su déficit de casta. Un tercio corto de banderillas, apenas dos para, para ver se quedaba algo en su bodega.
Y salió Espartaco, armado únicamente con su muleta y su pundonor. En un instante afloró esa alma de torero, esa técnica depurada y exquisita, para comenzar a embarcar al toro en su muleta. Lo intentó por derecha, donde poco juego había. Un poco mejor por la izquierda. “Salvador” comenzó a entender quién mandaba en la arena, comenzó a aprender quién es quién en el ruedo, y, pese a su escasa casta, debió someterse al poderío de ese hombre vestido a la usanza goyesca. A partir ese momento volvimos a deleitarnos con los detalles del gran torero de época, de ese figurón histórico, referente inevitable del toreo de la segunda parte del siglo XX. Esos destellos de profundidad, temple, mando y carisma con el público, que le valieron la atronadora ovación de los cartageneros. Esa ovación que hacía tiempo no escuchaba, la del público que es el manda en la Fiesta.
Una estocada entera, seguida de dos descabellos, para desatar esa nudo atorado en las gargantas de los miles de aficionados que corearon el mejor de los coros: “¡Torero, torero!
Una oreja de gran valía. Una oreja para la historia de un figurón de época.