Por Ruby Chagüi Spath (Senadora de la República – Especial para Revista Zetta).- 6 de septiembre de 2021.- Hace casi cuatro años, cuando invitamos a los colombianos a confiar en nosotros para dirigir al país, propusimos derrotar la impunidad en todas sus formas. Entre las iniciativas para lograrlo, planteamos y logramos que los ciudadanos escogieran el endurecimiento de las penas para quienes atentaran contra la vida y la libertad e integridad sexuales de los niños. Lo hicimos de buena fe porque sabemos que darle prevalencia a los derechos de los niños sobre los derechos de los demás y considerar la superioridad de sus intereses en cualquier decisión que los pueda afectar son consensos de la humanidad reflejados en obligaciones jurídicas del Estado y la sociedad. Lo hicimos, además, porque tenemos sensibilidad y porque como padres de familia comprendemos el dolor de un niño, porque entendemos que castigar con dignidad no conlleva desproteger a la víctima, porque la probabilidad de resocializar a determinados individuos es mínima y porque la magnitud de la violencia contra los niños es escandalosa.
De acuerdo con el Instituto Nacional de Medicina Legal, entre el 1 de enero de 2015 y el 31 de diciembre de 2020 murieron 135.515 personas en forma violenta, de las cuales 11.373 tenían menos de dieciocho años. Esto significa que 8,5% de las personas que perdieron la vida por causas no naturales en ese período eran niños. Solo en 2020 y pese a la pandemia, fueron asesinados 56 niños entre 0 y 4 años, quince niños entre 5 y 9 años, 73 entre 10 y 14 y 435 entre 15 y 17. Y las cifras de la violencia sexual son igual de aterradoras. Según la Organización Mundial de la Salud, uno de cada cinco niños es abusado sexualmente antes de cumplir 17 años; y, de acuerdo con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, 10.689 niños fueron víctimas de violencia sexual en Colombia en 2019.
No es un capricho, en consecuencia, perseguir una sanción severa para los responsables de estos execrables delitos. Ante la evidencia de la reincidencia en el crimen de muchos asesinos y violadores de niños y gracias al importante respaldo de muchas organizaciones de la sociedad civil, el Gobierno Nacional y la mayoría de congresistas aprobamos la posibilidad de imponer la cadena perpetua revisable. Esto significa, primero, que castigar con la cadena perpetua no era una obligación sino una opción que podía o no tomar el juez según la valoración que hiciera de las particularidades de cada caso; y, segundo, que si la prisión a perpetuidad se imponía, en cualquier caso debía revisarse después de 25 años para evaluar si la pena había tenido un efecto resocializador, sin que en ningún caso la prisión efectiva fuere menor a 50 años, como lo aclara la reglamentación que aprobamos posteriormente en el Congreso.
Sin embargo, esta apuesta por los niños se frustró porque, a juicio de la Corte Constitucional, la cadena perpetua revisable para asesinos y violadores de niños es un retroceso de la política criminal del Estado. Para el alto tribunal, además, el Congreso de la República se excedió en sus funciones y desconoció que el Estado social y de derecho se funda en la dignidad humana. En palabras de la Corte, el Congreso “sustituyó” la Carta Política porque la posibilidad de que una persona sea condenada por el resto de su vida constituye una pena que no es efectiva ni proporcional para proteger los derechos de los niños, pero sí es cruel, inhumana y degradante porque margina al individuo -al delincuente- del resto de la sociedad y deshumaniza el sistema penal porque omite que la resocialización es el fin principal de la pena.
Como demócrata defensora del imperio de la ley, he manifestado mi absoluto respeto por esa decisión judicial. Pero como demócrata que cree en la libertad de expresión y en el debate como elementos esenciales de un sistema democrático, debo discrepar del fallo de la Corte Constitucional, como lo hicieron tres de sus magistrados, quienes salvaron sus votos porque nuestra ley suprema, nuestra Constitución, fue modificada, pero nunca fue sustituida. Por un lado, porque la cadena perpetua aprobada tenía todas las salvaguardas requeridas por nuestro pacto político, la más importante de las cuales era la revisión automática después de veinticinco años. Por otro lado, porque la posibilidad de imponer tal sanción obedecía a la gravedad de unos delitos, homicidio y acceso carnal violento (violación sexual), que ocurren con una frecuencia alarmante. Y, finalmente, porque es el sistema actual el que ha probado ser ineficaz y desproporcionado, que parece enfocarse en los derechos de los delincuentes, que los tienen, en lugar de centrarse en los derechos de los niños víctimas, que también los tienen y que son de mejor categoría que el del resto de los individuos.
Lamentablemente, el que sí ha sido sustituido es el debate riguroso que Colombia debe dar sobre esta cuestión. Esa discusión necesaria ha sido reemplazada por una narrativa simplista según la cual la propuesta de cadena perpetua revisable obedece a un “populismo punitivo”, expresión empleada por los mismos que prefieren claudicar ante el terrorismo y tratar asimétricamente a los delincuentes brindando impunidad y curules gratis a reclutadores y violadores de niños que luego usan como escudos humanos. Esto, que contradice el principio de igualdad ante la ley, conquista de la humanidad y eje del Estado de derecho, es lo realmente regresivo. Y la Constitución no se sustituye cuando los congresistas, “representantes del pueblo” según su texto, legislan como lo prometieron en campaña, sino cuando los jueces revocan decisiones democráticas, socavan la independencia del legislativo y dirigen la política criminal del Estado, en teoría tarea del ejecutivo.
El fallo de la Corte envía un pésimo mensaje a la sociedad, que se siente indefensa en medio de la actual ola de inseguridad porque los criminales terminan siendo mejor tratados que las víctimas, como si valiera más la dignidad del asesino y violador que la dignidad del niño. Como la Corte venció pero no convenció, seguiremos trabajando por los derechos de los niños, tarea que no es de ahora sino de siempre.
Encima. Colombia debe defender su soberanía y sus derechos en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina de la tiranía nicaragüense. Mejor convivir con tensiones diplomáticas que ceder el mar de la patria por hipocresía protocolaria.