Por Horacio Cárcamo Álvarez (Especial para Revista Zetta).- Cartagena de Indias, 28 de septiembre de 2021.- La democracia en el mundo occidental se encuentra en crisis, y aunque pueden ser muchas las razones, por lo menos dos son evidentes: el hipercapitalismo y la corrupción. Los dos fenómenos están acabando con el tejido social, cada vez más degradado por la pobreza, y alimentan autoritarismo políticos enmascarados en elecciones populares caso Nayid Bukele en Salvador, Jair Bolsanaro en Brasil, Viktor Orban en Hungría y el más reciente de Donald Trump en los Estados Unidos de América – EEUU – cuyo parlamento, el templo sagrado de la democracia más admirada, fue asaltado por una horda de fanáticos a la orden del dictadorzuelo bananero al estilo de la noche de los cristales rotos en la Alemania Nazi.
Colombia, que alardea de ser la democracia más antigua de Latinoamérica, hace rato que le coquetea al absolutismo y también transita caminos empedrados de autoritarismo, xenofobia, lbtifobia y aporofobia. Esto último, la aversión por los pobres, quedo demostrado en las pasadas movilizaciones sociales enfrentadas a plomo por el gobierno y por los nobel paramilitares urbanos “gente de bien”. En Colombia cuando los pobres protestan y reclaman por reivindicaciones sociales son terroristas y en tiempo de elecciones si venden el voto son patriotas que defienden la institucionalidad de los peligros del Castro – chavismo.
Pero a pesar del alardeo resulta imposible ocultar que la gente no confía en quienes gobiernan. Al presidente, símbolo de la unidad nacional, la gran mayoría de los colombianos no le quieren – es el gobernante con los peores índices de popularidad de los últimos años -, el Congreso de la República es una institución desprestigiada, la justicia ha caído en desgracia con el escándalo del cartel de la toga y el cinismo del fiscal Gabriel Jaimes y los partidos políticos, que debieran estar en la tarea de encausar la participación ciudadana en los procesos electorales con definición clara de límites ideológicas no representan – con excepción de los de izquierda – a nadie, ni se cree en ellos.
En este limbo de incredulidad, de “tiempos nublados”, como les llamaba Octavio Paz, nuevamente se habla de listas cerradas. La propuesta como punto de una reforma política para rescatar la misión de los partidos políticos en democracia, y a la misma democracia, que no se puede concebir sin aquellos fue abortada por las mayorías del Congreso a quienes el voto preferente y la desideologización partidista favorece sus microempresas electorales, y la retoma el “El Pacto Histórico” para presentar su lista de Senado cohesionada en una propuesta programática por la que responden y darán cuenta los partidos y movimientos organizados en el pacto.
En España cualquiera que sea el sistema de participación para lograr un cupo en el congreso: como movimiento independiente o a través de partidos, las listas son completas, cerradas y bloqueadas. Las críticas a esta modalidad de confeccionarlas van desde los riegos que se corren al ordenarlas si no se definen previamente criterios democráticos, hasta la inmovilidad de nuevos liderazgos por la imposibilidad de ubicarse en un puesto con probabilidad de elegirse.
Las mismas críticas también son igual de válidas para el sistema de listas abiertas donde es al elector a quien le corresponde ordenarla con la preferencia del voto; con el agravante que en un sistema electoral corrupto como el nuestro los candidatos solo se representan ellos y a sus interés, por lo que no es extraño verlos primero anunciando sus aspiraciones políticas y luego escogiendo el partido donde resulte matemáticamente más rentable el cálculo de la inversión.
Adenda: en la pasada rueda de prensa de Joe Biden un periodista le preguntó sobre quién respondía por los excesos cometidos por la guardia fronteriza a caballo contra migrantes cerca del río Grande, y su respuesta fue: «yo, que soy el presidente de los EEUU». En Colombia se robaron $70 mil millones en una contratación de Mintic y la ministra de la cartera se declaró víctima.