No siempre es la barba blanda la que mejor se rasura; para una buena navaja, no importa la barba dura; depende si el afilado lo sabe hacer el que afila; ni poco ni demasiado, todo es cuestión de medida.
Así canta Alberto Cortez, quien de modo sabio y elocuente nos remite a un viejo adagio popular: ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no lo alumbre.
Ese sentido de la distancia, de la dosimetría vital, es muy parecido al sentido común, el menos común de los sentidos. Resulta a veces difícil ubicarse en la posición idónea y ello se traduce en excesos o en defectos.
Esa falta del sentido de las proporciones es la que distorsiona realidades, en veces no por mala fe o deliberada intención, y de manera imperceptible se apodera del sentir de las personas, que creen estar en lo correcto sin advertir el desvarío.
Es lo que nos ha pasado en estos días con el famoso caballito desmayado en El Laguito, y que ha suscitado una desmedida ola de informaciones, tanto en redes sociales como en medios de comunicación.
El trato respetuoso hacia la Creación es un deber del ser humano, inherente a su condición; el cuidado de la naturaleza, tan vapuleada por la industrialización, es una necesidad urgente e inaplazable; la valoración del reino animal es un positivo atributo de las gentes; por ello, lo que sucede con los caballos empleados en Cartagena para el servicio turístico resulta importante para la comunidad, y es menester que tanto propietarios como autoridades y usuarios caminen en el acertado sendero de los controles.
No obstante, la impresión es que la humanidad se paralizó. Medios como Semana, Canal Caracol, Canal RCN o El Tiempo determinaron que por estos días la única realidad de Cartagena de Indias está eclipsada por la salud del caballito. A esa notoriedad se unieron verdaderos gestores del respeto por los animales así como no pocos oportunistas y pantalleros, que no soportan el olor de un micrófono o de una cámara, porque enseguida saltan a inundar de lacrimales cuanto incauto periodista encuentran.
Y como unos pocos decidieron que esa era la noticia de Cartagena, la inercia irreflexiva hizo que las cosas tomaran un rumbo propio de Ionesco: el teatro de lo absurdo.
Hace pocos días los periodistas locales fuimos citados para volver a escuchar a una periodista cachaca dictando cátedra de cómo se debe hacer periodismo (a cada rato nos traen un “sabio” de estos, que cobra un dineral) y el foco temático era la pobreza: cómo mostrarla, como ayudar a disminuirla, como contribuir desde la información. Y de modo tácito ratificó que somos un patio de cachacolandia, y que el periodismo de aquí poco vale académicamente. Esa periodista trabaja para uno de esos grandes medios y adivinen cuál ha sido su noticia: ¿los cinturones de miseria? ¿los miles de niños que se acuestan sin haber probado bocado? ¿el estado de las escuelas? ¿la violencia en las barriadas? ¿los abusos sexuales contra los menores? No. La noticia ha sido el caballito.
A eso juegan con nosotros y les han aceptado el juego. Muchos medios locales, comenzando por El Universal, se han prestado y han jugado a las reglas que les imponen desde afuera. El Concejo se ha prestado también. Sólo falta que alguna brillante bancada cite a un debate para determinar cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler. Hasta la Procuraduría Ambiental pidió suspender el servicio de los cocheros, (tema fácil y oportunista, mientras esa misma Procuraduría guarda sospechoso silencio por la planta de gas licuado que destruirá parte de Barú, y temas similares). Como resulta evidente, el discernimiento, la sindéresis y el aplomo han sido grandes ausentes.
En ese mar de exabruptos, menos mal que el alcalde Dionisio Vélez acertó: “pensar en suspender el servicio de coches es exagerado, porque esto es patrimonio de Cartagena. Lo que toca es hacer los controles”.
Así es. No seamos tan animal…istas.