Por Horacio Cárcamo Álvarez (Especial para Revista Zetta).- En noviembre 2016 se firmó la paz entre el Gobierno Nacional, representando al Estado Colombiano, y la Farc-EP. Las partes de mutuo acuerdo resolvieron poner fin a más de cincuenta años de confrontación armada con enorme saldo de muertes, viudas, desolación, huérfanos y desplazamientos. La guerra contra el movimiento guerrillero más grande y mejor armado de Latinoamérica, en la que la peor parte era para los sectores más pobres y excluidos, llegaba a su fin y la paz definía un punto de partida contenido en el “Acuerdo Final Para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera”.
Los diálogos de la Habana desde su inicio tuvieron sus contradictores; en principio quienes creían que era otra tomadura de pelo de la guerrilla de la Far-ep, experta en esas mañas que los habían instrumentalizados como estrategias para sofocar los embates de la fuerza pública, y los señores de la guerra para quienes el conflicto armado era una gran oportunidad de negocios. Por ejemplo: si no hubiese sido por la guerra se mantendría el minifundio productivo en la Subregión de los Montes de María.
En el Departamento de Bolívar los excesos de la guerrilla justificaron el paramitalirismo, y con este llegaron las masacres y el desplazamiento que abarataron el precio de la tierra y facilitaron la concentración de la propiedad en una subregión, otrora territorio de reforma agraria y producción campesina. El célebre ex – senador Bula, sus representados y Cementos Argos, entre otros, se hicieron a grandes extensiones de tierra para implementar lo que Alfredo Molano llama un “modelo terrateniente de desarrollo rural”.
Con altos y bajos el acuerdo resulto posible porque los bandos entendieron que el inicio era con disposición, y a la negociación se llegaba voluntariamente; la farc-ep sobre el entendido que la revolución armada estaba en desuso, la guerra fría era cosa del pasado y medio siglo disparándole al establecimiento, no solo no los acercaba a la victoria final con la entrada triunfante por la séptima al palacio de los presidentes, sino que los degrado en el combate y el accionar terrorista los distancio de la sociedad, que les temía y odiaba al mismo tiempo. Por su parte el gobierno, no obstante, el convencimiento de la derrota militar a la insurgencia considero necesario acelerarla con una salida política para ahorrar unos costes económicos, ambientales y sobre todo en vidas.
Ya incorporados a la sociedad y en la brega política con el nobel partido Fuerza Alternativa y Revolucionaria del Común la dirigencia fariana se han ido percatando de la poca simpatía que le profesa la base social de presente en los sondeos de opinión en los que tímidamente su candidato a la presidencia solo logra desprenderse del piso y en donde, de acuerdo a los mismos tanteos, son mínimas las posibilidades de ganar en las urnas representación parlamentaria.
El ELN debe aprender a leer lo que hoy le pasa a la antigua guerrilla de la farc para entender lo que es de elemental notoriedad; la sociedad colombiana esta hastiada de violencia, y no son las armas las que, en el momento de ahora, construyen sueños de esperanza. Ellos no tienen capacidad para imponer nada y justificar la última escalada terrorista para obligar al gobierno que se siente en la mesa a negociar es pretender que se les reconozca una victoria militar que no alcanzan, ni han tenido nunca.
Su capacidad es solo destructora, la poca o nada unidad de mando y la ausencia de una base política e ideológica las hace ver cada vez más como hordas terroristas, cuyos desmanes son aprovechados por la ultraderecha militarista para oponerse a un diálogo efectivo que conduzca a una negociación política que cierre el ciclo de la violencia insurgente en Colombia. El ELN no sabe leer y peor, no entiende que su comportamiento es un pretexto que queda para mantener el statu quo de privilegios de una burguesía que si sabe sacarle dividendos a los miedos y hacer pequeños cambios para que todo siga igual.