Por John Zamora – Director Revista Zetta.- Hace pocos días le pedí a un joven taxista que me llevara desde el Mall Plaza en Chambacú a Crespo. Me cobró lo que la tarifa indicaba. Pero apenas salió de la estación, comenzó a mutar cual kafkiano bicho. Del amable y sonriente conductor, pasó a ser un competitivo piloto Nascar de carritos chocones, acelerando y frenando abruptamente, haciendo zig zags, intentando adelantar por izquierda o por derecha, en frenético Grand Prix.
No habían pasado 100 metros, cuando le informé categóricamente que no me estaba desangrando ni quería llegar a un hospital, ni tenía urgencias corporales, y mucho menos quería ser testigo de la primera teletransportación de materia en la historia de la humanidad.
En algún recodo de su conciencia, el hombre trató de ser una pizca obsecuente y redujo todo ese cúmulo de arbitrariedades a una sola: pitar.
Si arrancaba, pitaba. Si frenaba, pitaba. Si adelantaba, pitaba. Si otro carro se acercaba, pitaba. Si otro carro le adelantaba, pitaba. Si viraba a la izquierda, pitaba. Si buscaba la derecha, pitaba. Al llegar al semáforo, pitaba. Con la luz en amarillo, aún, pitaba. Si alguien lo miraba, pitaba. Y no era un solo pitazo. Eran varios, de fracciones de segundo, uno tras otro, como fusas y semifusas, pero en el mismo racimo de ruido.
Al llegar al sector de la India Catalina, bajando el puente de la Transformación Nacional (como se llama el puente de Chambacú), varias busetas impidieron que siguiéramos la marcha hacia Crespo, por lo que hubo de detenerse. Y adivinen qué hizo todo ese largo momento: ¡pitar! ¡pitar! y ¡pitar!
Acudí a las matemáticas mentales para calcular el número de pitazos por segundo, o por metro, pero ni el mismísimo Stephen Hawkins hubiese podido aproximar una cifra. Lo miré varias veces y me impresionó su mirada fiera, sus colmillos afilados, sus gruñidos aspirados, hasta que me asusté cuando una gota de saliva rodó por la comisura derecha de su labio.
En el límite del horror y al borde de un ataque de nervios, recibí una iluminación celestial. Un viento frío de súbito se coló por la ventanilla y hasta me pareció detectar una neblina londinense frente a mis ojos, cuando le dije: – “A que no eres capaz de llegar hasta Crespo sin pitar…”
Admito que el reto era bastante descabellado, a juzgar por la inveterada y extendida manía de todos los taxistas de Cartagena a pitar por todo y a toda hora.
Por segunda vez en el breve recorrido, ese último milímetro cuadrado de conciencia que le quedaba de reserva, en algo le movió a procesar lo que le planteé.
En su estructura mental era inexistente que un pito dejara de sonar. Improbable. Imposible. ¿O para qué carajo tienen pitos los carros? ¡Para pitar!!!
Pero logré que comenzara a examinar la utópica posibilidad de dejar de pitar por los cinco kilómetros que nos separaban desde ese punto hasta el destino acordado.
Apenas pudo adelantar la última buseta que lo impedía, el taxista tomó rumbo al Cabrero, pero no dejaba de voltear su cuello para mirarme, alternando rápidamente su visión entre la vía despejada y mi palidecido rostro.
Al ingresar a la vía nueva que bordea el caño Juan Angola, bautizada en homenaje a Soledad Román, me pidió que le repitiera: “A que no eres capaz de llegar hasta Crespo sin pitar…” Y me dijo: “No joda, yo nunca he hecho eso”.
Y aceptó. Decidió conducir sin pitar. Las facciones lobeznas pronto desaparecieron, aquel bicho kafkiano desapareció, y por fin sentí que a mi lado había un ser humano que desempeñaba el noble oficio de ser conductor de taxi.
Un impecable conductor a velocidad prudente, colocando direccionales, tomando las curvas con calma, cediendo el paso, aguardando con paciencia y llevando a su pasajero con amabilidad hasta el destino final, en los cinco minutos más placenteros de toda mi vida como pasajero de taxi.
Eso sí… cuando le pagué me quedó mirando y dijo: “Compa, venía mal, con ganas de pitar, le prometí no hacerlo, pero venía mal, mal, mal”.
Le contesté, con aire de sicólogo: “Lo hiciste muy bien, pero no te aguantes más… ¡¡¡pita!!!”
Me quedó mirando, colocó la reversa, y la carrera terminó con un breve pero represado: ¡bip, bip,!