Por Pedrito Pereira Caballero (Especial para Revista Zetta).- Mi madre, Dolores Mercedes Caballero de Arco, la seño “Lola”, la mujer de la sonrisa eterna, cumple hoy 8 de agosto un mes de haber partido de este mundo y, aunque sé que está a la diestra de Dios, quiero rendirle este pequeño homenaje escribiendo estas líneas que me salen de lo más profundo de mi corazón. Fui su último hijo, a quien se entregó con alma y corazón hasta el día de su partida.
Todo el que la conoció, la recuerda como esa persona alegre, servicial y amorosa. Lola fue la mejor madre del mundo. Una mujer que no ocultaba su entusiasmo por vivir la vida, con un don: La bondad, pues siempre le dio la mano a quien la necesitara. Nació en San Sebastián, corregimiento de Lorica (Córdoba), de la unión de Estebana de Arco Hernández, una vendedora estacionaria del Mercado Público de Getsemaní, con Joaquín Pablo Caballero, un conocido joyero de la Calle Larga, cuyo negocio estaba en el Pasaje Leclerc. De esa unión nació también Obdulia, mi tía, a quien no conocí porque murió muy joven.
Estebana de Arco Hernández fue hermana de Agapito de Arco, abogado, poeta, periodista, escritor, novelista y crítico más conocido como Jorge Ártel, el “poeta de las negritudes”, quien ejerció influencia en las letras colombianas visibilizando a la raza negra en la década del 50. Recuerdo en la infancia, las visitas que Agapito nos hacía a su hermana Estebana, a Lola, su sobrina, y a mí en el barrio Zaragocilla. De ahí que mi madre siempre fue una orgullosa afrodescendiente, a pesar de ser trigueña porque su padre era blanco, de ojos claros.
Pero “Lola” con esfuerzo y sacrificio salió de San Sebastián con sus tías y aquí en Cartagena se hizo auxiliar de enfermería. Su primer trabajo lo consiguió en el Hospital Santa Clara, lo que hoy es un hotel reconocido. Después, en la década del 70, trabajó en el Hospital Bocagrande, donde nací yo. Por último, trabajó en el Hospital San Pablo, en el pabellón de pacientes psiquiátricos y donde atendían a algunos con tuberculosis. Precisamente, en esa época en el cruce del San Pablo a Zaragocilla, conoció a mi padre, Pedro Manuel Pereira Ramos (Pemape), cuando éste se ofreció a llevarla. Se enamoraron y comenzaron una relación amorosa. Yo viví con mi padre y madre hasta los 7 años, pero un día cualquiera se separaron aunque mi papá siempre estuvo presente y pendiente de mí y de mi mamá, pues debo decir que nunca nos faltó nada. Entonces, yo quedé al cuidado de mi madre en la Cuarta Calle del barrio Zaragocilla. Recuerdo que le tocaba ir a trabajar dejándome con mi tía Aurelia o Aida Támara “La Nenita”, una vecina, la mamá de mi amigo Edgar Marín. Cuando por cualquier circunstancia no tenía con quien dejarme, me llevaba para el San Pablo, sobre todo en los turnos de la noche, y yo dormía en una camilla o una banca, mientras ella atendía a los enfermos. Aún en esos momentos que sé sufría, no recuerdo verla triste. Siempre estuvo pegada a mí y era agradecida de sus amigas enfermeras, quienes muchas veces me atendían y me trataban con amabilidad.
Recuerdo que cuando trabajaba en San Pablo, aún tenía fama por su experiencia con los niños. Para esa época el ex alcalde Nicolás Curi Vergara (F), quien era médico y conocía de sus habilidades, la fue a buscar a la casa para que canalizara a un pequeño en la clínica Blas de Lezo, entonces de su propiedad. Ese día Nicolás le dijo: “Lola Puñales”, después ella me contaría que así la llamaba por su habilidad para encontrar la vena a los infantes. Lola acostaba a los niños recién nacidos en el piso y les cogía la vena y así no sufrían. Mi madre le prestaba sus servicios a todos los vecinos. Por eso todos la llamaban la seño Lola.
Hay veces que me despierto recordando su carisma, su solidaridad y generosidad. Era una mujer detallista. Siempre que visitaba a un amigo, llámese médico, enfermera o vecino, siempre le llevaba un detalle, un dulce y si no tenía para regalarle nada, entonces le contaba un chiste para sacarle una sonrisa a la gente.
Un suceso nostálgico que vive en mi memoria ocurrió cuando yo tenía 14 años. Para ese entonces, mi papá era un próspero hombre de negocios que se distinguía en el sector del transporte y entonces él y sus otros hijos, mis hermanos varones, le sugirieron que me dejara a su cuidado para que iniciara mi vida universitaria. Ella lo aceptó haciendo un sacrificio muy grande, que solo una madre puede entender. Así fue que un día ella misma me llevó a la casa de mi papá en Manga. Nos separamos geográficamente, porque siempre nos veíamos y compartíamos, nunca nos alejamos. Siempre pensó en lo mejor para mí.
Muchos creerán que llegué a la vida pública por mi padre porque para los años 90 fue diputado cuando estaba terminando Derecho le dije que quería hacer la judicatura, pero que me pagaran. Entonces me dijo: “Mañana vamos a hablar con el Alcalde, ese es mi amigo”. A la mañana siguiente llegamos al despacho en el Palacio de La Aduana, nos anunciamos. Al dr Curi le avisaron y, de inmediato, salió sonriendo y gritando a voz en cuello del despacho:
-. “Lola Puñales que haces aquí”.
-. “Aquí con mi hijo Pedrito”, le contestó.
-. “Ah, este es el hijo de Pedro, a quien conocí pequeño en Zaragocilla, pero ya es un hombre”.
-. “Si, ese”, le dijo.
-., “Y… ¿qué es lo que quieres?”
-. “Está terminando Derecho y quiere trabajar en una inspección”, le dijo coloquialmente, sin miedo.
Entonces, recuerdo, que Curi Vergara me miró con sus ojos claros por un instante, y dijo:
-. “Vas para la Inspección de Bocagrande”
Nos despedimos felices con abrazos y sonrisas. Mi sorpresa fue mayúscula porque cuando llevé la hoja de vida a la oficina de personal de la Alcaldía, la estaban esperando y terminé posesionándome como inspector de Bocagrande. Hoy me parece que el dr Curi cometió un acto arriesgado por apenas tener yo 20 años, pero lo cierto es que me exigí para cumplir con el cargo y en esa época, por estar en último año de Derecho, cumplía los requisitos. Recuerdo allí compartí laboralmente con Dumek Turbay Paz y Julián Contreras, con quienes conservo una gran amistad. Llegué a mi vida pública gracias a Lola.
Lola era tan intrépida que muy pocas veces cogió taxi. A sus ochenta y pico años, le daba para que pagara el carro, pero ella esperaba un descuido y agarraba una moto. Cuando le preguntaba que por qué hacía eso, ella me contestaba que para que el dinero le rindiera y así poder ayudar y regalar.
Después de que me inicié en la vida pública, “Lola” nunca entendió los avatares a los que se enfrenta un funcionario, incluyendo las críticas normales. No aceptaba que nadie me criticara. Ya entrada en años, y cuando ostenté importantes cargos, desde personero, concejal, congresista y Alcalde, me llamaban del periódico local, del Concejo, de una emisora o de los bajos de la Alcaldía a decirme que “Lola” regañaba a todo aquel que por una u otra razón ella sentía que me criticaba o hablaba mal de mí. Entonces, la mandaba a buscar y le explicaba que eso era normal, pero me respondía que siempre tenía que defender a su hijo, y que lo haría hasta el último día. Así lo hizo.
Tengo que darle gracias a Dios porque me premió que ya en la tercera edad mis padres volvieron a estar juntos como novios en la senectud.
Este ha sido el mes más duro de mi vida y por eso aprovecho para agradecer las manifestaciones de condolencias de amigos y familiares.
Mami, solo tengo cosas buenas que decir de tí. Lola se fue feliz, hasta en los últimos meses cuando los quebrantos de salud se acrecentaron, decía: “Estoy bien. Mírame Pedri ni una arrugita”. Yo me reía de sus ocurrencias. Lo más importante fue su corazón rebosante de amor. ¡Te amo y te amaré por siempre! Gracias por tus enseñanzas y tu protección, Mami.