Texto incluido en la edición conmemorativa de Cien años de soledad, publicada en 2007 por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. El autor fue gran amigo de Gabo y murió el año pasado, siendo otro coloso de las letras colombianas.
Conocí a Gabriel García Márquez hace 42 años, una noche de tormenta, en el barrio de Bocagrande, en Cartagena. Me lo presentó Gonzalo Mallarino, su compañero de Facultad de Derecho en la Universidad Nacional, y ya su admirador irrestricto. Las palmeras casi tocaban el suelo por las fuerzas del viento y los cocos verdes se estrellaban en el pavimento con su ruido sordo, ya faulkneriano.
Dos cosas me sorprendieron en él, entonces apenas autor de La noche de los alcaravanes, cuento que me había parecido magistral y lleno de inagotables promesas –¿por qué será que las promesas siempre son inagotables?–, y las dos siguen siendo rasgos definitorios de su carácter: una devoción sin límites por las letras, desorbitada, febril, insistente, insomne entrega a las secretas maravillas de la palabra escrita (sólo don Quijote en su discurso sobre “las armas y las letras” había demostrado parecido fervor) y una madurez varonil, un sentido común infalible que en nada concordaban con sus 20 años a los que había entrado ya con su ceño de bucanero y su corazón a flor de piel. Esta ha sido otra constante en la vida de Gabriel: una indulgencia inteligente para todos sus semejantes y un sentido de vigilante servicio en la amistad. No conozco amigo igual, pero tampoco conozco otro que la cultive con más amoroso rigor, con tan sereno equilibrio. He pensado a menudo que Gabriel nació ya maduro, viejo no, nunca lo ha sido ni creo que lo será ya; tiene un aura de intemporalidad que lo asimila a sus personajes.
Me cuesta mucho trabajo decir algo sensato sobre su obra literaria. He leído todos sus originales antes de que fueran publicados. Sigo pensando que su obra más acabada y perfecta es El coronel no tiene quien le escriba; la que se considera su obra prima, Cien años de soledad, no puedo leerla sin cierto sordo pánico. Toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano. Hay en ella una sustancia mítica, una carga adivinatoria tan honda, que pierdo siempre la necesaria serenidad para juzgarla.
Sigo creyendo que es un libro sobre el cual no se ha dicho aún toda la deslumbrada materia que esconde. Cada generación lo recibirá como una llamada del destino y del tiempo y sus mudanzas poco podrán contra él.
Hemos compartido juntos, Gabriel y yo, muchas horas de felicidad desbordada y no pocas de incertidumbre y estrechez. Hemos viajado por tres continentes, hemos compartido libros, músicas y amigos. Todo lo vivido con él ha sido para mí como un premio extraordinario en el oscuro azar de los días. Compartí con él las primeras horas de su Premio Nobel. Luchaba contra el entusiasmo, tratando de ser el mismo de siempre. Lo logró en pocos minutos. Bebimos hasta pasada la medianoche. Evocamos amigos ausentes y tornamos a reír en compañía de nuestras esposas, Mercedes y Carmen, de las mismas gozosas remembranzas con las que está tejido nuestro destino común. En verdad, casi pudimos decir que no había pasado nada. O mejor, que ninguna sorpresa del presente podía opacar ni alejar la milagrosa presencia de un tiempo compartido que ha sido para nosotros una auténtica y siempre presente Moveable feast.